El autor ha desarrollado por extenso las ideas de este artículo en el libro El privilegio catalán (Encuentro, Madrid 2017).
Olvidémonos un rato de la actualidad y hagamos un viaje de ida y vuelta hasta el siglo XVIII. Porque, para comprender en qué ha consistido y sigue consistiendo el privilegio catalán, merece la pena visitar brevemente seis momentos de la historia de España de los tres últimos siglos: uno del siglo XVIII, dos del XIX y tres del XX. Pues Cataluña no forma parte de España desde que se instauró el Estado de las Autonomías ni, mucho menos aún, desde que estalló la última crisis económica, ésa que dio alas a la patraña del Espanya ens roba.
Como consecuencia de la Guerra de Sucesión, llegan a España los pérfidos Borbones a arrebatar la independencia a Cataluña. Pero, curiosamente, una de las leyes que se aprobaron en las Cortes de 1702, las presididas por Felipe V, establecía multas a quien llevara ropas extranjeras, para así favorecer la incipiente industria textil local.
A lo largo de los reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV se dictaron numerosas medidas para favorecer la producción textil nacional, catalana en muy buena parte: obligación al Ejército de que adquiriera sus pertrechos en fábricas textiles nacionales, prohibición de introducir en España cualquier tipo de producto textil, etc.
Tan favorecida resultó Cataluña por los Gobiernos borbónicos que, al terminar, el XVIII fue bautizado por varios políticos y escritores catalanes como "el Siglo de Oro de Cataluña". Tanta adoración sintieron los catalanes por los monarcas de la nueva dinastía que pasaron a los anales las recepciones que se les hicieron cada vez que visitaron Cataluña. Por ejemplo, cuando Carlos IV visitó Barcelona en 1802, hubo próceres locales que reclamaron el privilegio de sustituir a los caballos para tirar ellos de la carroza real.
Y con esto hemos llegado al siglo XIX, durante el que tuvo lugar el grueso del debate proteccionismo-librecambismo. Los partidarios del primero defendían la necesidad de proteger provisionalmente la industria española por encontrarse menos avanzada que la de otros países europeos. En el caso de la industria textil, el país dominante era Inglaterra, por sus adelantos técnicos en la maquinaria metálica y a vapor. Además, España fue un país singularmente proteccionista a causa de la pérdida del imperio americano en las primeras décadas del siglo, lo que había supuesto un gran menoscabo en materias primas y consumidores. Por el contrario, los partidarios del librecambismo sostenían que el proteccionismo obligaba a los españoles a pagar más por productos peores, dificultaba la exportación porque los aranceles son de ida y vuelta y provocaba la pereza de los industriales, poco motivados en modernizar sus industrias por disfrutar de un mercado nacional cautivo.
Así pues, el extraordinario despegue de la industria catalana, la textil especialmente, se debió a la simbiosis entre la laboriosidad de los empresarios catalanes y la protección privilegiada que recibieron de los sucesivos Gobiernos españoles. Sin la coexistencia del otro elemento, ninguno de los dos habría sobrevivido.
Además de la protección arancelaria, los Gobiernos españoles invirtieron mucho dinero en el desarrollo de la industria catalana. Por ejemplo, la primera fábrica textil metálica y a vapor que se instaló en España fue la Vapor de Bonaplata, grandemente subvencionada por el Gobierno y destruida en la Bullanga de 1835, dos años después de su inauguración, por turbas que, siguiendo el ejemplo de los luditas ingleses, consideraron que la maquinaria destruía puestos de trabajo.
La división entre librecambistas y proteccionistas fue tanto ideológica como regional, dependiendo del tipo de economía dominante en cada lugar. Así, la Cataluña industrial fue la fortaleza del proteccionismo, mientras que la Valencia exportadora se distinguió por su postura mayoritariamente librecambista.
Numerosos fueron los políticos e intelectuales que denunciaron el trato de favor que recibieron, sobre todo, los industriales catalanes, y que perjudicó a otras regiones. Pero, naturalmente, ni todos los proteccionistas fueron catalanes ni todos los catalanes fueron proteccionistas. Lo que sí sucedió fue que el núcleo del proteccionismo español estuvo en Cataluña y que los industriales catalanes formaron un lobby de gran influencia en la política española durante al menos dos siglos.
Dos de los más importantes librecambistas españoles del siglo XIX fueron los catalanes Laureano Figuerola y Joaquín María Sanromá. El primero, ministro de Hacienda en el Sexenio Revolucionario, fue el instaurador de la peseta como unidad monetaria nacional. Se enfrentó a menudo con los industriales catalanes y con los políticos defensores del proteccionismo. Por ejemplo, les acusó de pretender enriquecerse y levantar sus palacios “sacando millones de los bolsillos de los demás españoles”. Desde Cataluña se le acusó de ser un traidor a España por atentar contra los intereses de la industria nacional. Y por defender el librecambio, que habría perjudicado a los textiles catalanes frente a los mejores y más baratos productos ingleses, el diputado proteccionista Puig y Llagostera le acusó de estar vendido a Inglaterra, e incluso estuvieron a punto de llegar a las manos durante una sesión parlamentaria.
Su secretario de Estado Joaquín María Sanromá, erudito economista y jurista, denunció al lobby proteccionista por obstaculizar el progreso de España. Y describió a sus paisanos industriales catalanes con palabras no precisamente amables:
Gimoteando siempre; siempre tan desatendidos, siempre tan melancólicos. Condición eterna de aquellas gentes: hacer la fortuna a pucheritos.
Medio siglo después, en sus Memorias, Francesc Cambó confirmaría las maniobras de los proteccionistas catalanes y sus delegados en el Parlamento y el Gobierno de la nación:
Los catalanes hemos sido siempre muy hábiles al manejar los aranceles y saber defender nuestros intereses. A veces, incluso, las defensas han sido exageradas y, por tanto, perjudiciales e injustas.
Crucemos ahora el Charco y echemos un vistazo al segundo escenario de nuestra tragicomedia: las provincias de ultramar. Porque mientras que Madrid fue la capital durante los siglos imperiales, Barcelona fue la capital colonial del siglo XIX por dos motivos: por ser la ciudad económicamente más potente y por la enorme presencia catalana en Cuba y Filipinas (Partagás, Bacardí, Güell, etc.).
Las dos columnas sobre las que se sostenía el sistema económico colonial fueron la esclavitud y proteccionismo. En cuanto a la primera, recuérdese que la economía cubana descansaba en el cultivo del azúcar, el tabaco y y el café, sectores cuya rentabilidad dependía en buena medida de la mano de obra barata y a ser posible esclava. Por eso Barcelona fue la capital del esclavismo y el antiabolicionismo español durante todo el siglo XIX.
Por lo que se refiere al proteccionismo, los industriales peninsulares, entre ellos los muy influyentes catalanes, presionaron incesantemente a los sucesivos Gobiernos para que no aflojaran las leyes proteccionistas y pudieran ellos seguir disfrutando de la cautividad del mercado de la provincias ultramarinas, tanto para exportar allí los productos nacionales como para importar los coloniales.
En 1890 los hacendados cubanos dirigieron un largo memorándum al Gobierno reclamándole la derogación de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas de 1882, por considerar que perjudicaba gravemente los intereses de los productores locales, estrangulados tanto para importar como para exportar. La respuesta no se la dio el Ministerio de Ultramar, como habría sido lógico, sino la patronal catalana, Fomento del Trabajo Nacional, entidad que agrupaba a los más interesados en conservar la legislación proteccionista y, por lo tanto, en no conceder la menor autonomía ni política ni económica a los cubanos, a los que acusó, en párrafos arrebatadoramente patrióticos, del “crimen de lesa nación”.
Una de las claves del Desastre del 98 y, como consecuencia de ello, de la historia de la España del siglo XX fue el hecho de que los industriales catalanes fueron los que más férreamente se opusieron a las reivindicaciones autonomistas cubanas, los proteccionistas más pugnaces, los belicistas más agresivos, los patriotas más inflamados… y los que, en noviembre de aquel trágico año, con los cadáveres de los caídos aún calientes, pasaron en un instante a exigir para Cataluña el concierto económico, la autonomía e incluso la secesión.
Tanto es así que el presidente Sagasta respondió en 1901 con estas palabras a las exigencias de Bartomeu Robert, diputado de la Lliga y egregio craneómetra:
¿Quién duda que Cataluña se ha hecho rica por España y con España? ¿Quién duda que, para hacerse rica, ha habido necesidad de concederla en las leyes ciertos privilegios que le han dado ventajas sobre sus hermanas, las demás provincias de España? ¿Quién duda que quizá el malestar de nuestras perdidas Antillas haya sido debido a la preferencia que daba España a Cataluña?
Puestos a establecer resposabilidades y a hacer esos balances tan del gusto de los separatistas, ¿se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás a nadie en España pasar la factura a la patronal catalana por la pérdida de Cuba y Filipinas?
Paralelamente, no había concluido aún aquel nefasto 1898 cuando el Comité Nacionalista Catalán de París editó una nota, redactada por Prat de la Riba y dirigida a la prensa europea, en la que se ofrecía a Francia la anexión de Cataluña. Atención al argumento proteccionista de Prat:
Hay una gran parte de productores catalanes que, hasta hoy, por interés personal, se mantenían al margen del movimiento nacionalista porque compensaban con los derechos de aduana los perjuicios que el desorden administrativo les causaba.
Pero, perdidas las colonias, España había dejado de ser negocio, así que los separatistas “vuelven sus ojos hacia Francia y se declaran partidarios de la anexión”.
Pongamos punto final al siglo XIX con un dato económico muy importante. El economista catalán Gabriel Tortella y los coautores del libro Cataluña en España: historia y mito (Ed. Gadir, Madrid 2016) llegan a la conclusión de que el sobrecoste pagado por todos los ciudadanos españoles por la protección arancelaria a la industria algodonera catalana ascendería, sólo en el siglo XIX y utilizando las cifras más bajas, a 511.000 millones de euros actuales, deuda histórica de Cataluña con el resto de España que a nadie se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás reclamar.
Avanzamos, pues, en el tiempo y entramos en el siglo XX. Los años 20 fueron los tiempos dorados del pistolerismo, con el ejemplo de la revolución bolchevique muy cercano. Los industriales catalanes, a través de su hombre en Madrid, Francesc Cambó, pidieron al Gobierno que les librase de la agitación sindical y el terrorismo anarquista. El duro general Severiano Martínez Anido se dedicó muy eficazmente a la guerra, tanto la limpia como la sucia, contra el terrorismo, lo que dejó encantados a unos fabricantes que se indignarían intensamente cuando el Gobierno acabó destituyéndole por sus excesos.
Pero algunas voces se alzaron para protestar contra la utilización del Ejército como guardia pretoriana de los industriales catalanes. Unamuno, por ej., acusó a Martínez Anido de “servir a la constitución autonómica de la Lliga en contra de la Constitución del Reino de España”.
Y algo parecido sucedió en 1923, con una Lliga como principal apoyo financiero y político del golpe de Estado de Primo de Rivera.
Y con esto llegamos a otro de los grandes mitos del catalanismo: el de que la guerra Ccvil de 1936-39 fue una guerra de agresión de España contra Cataluña.
Pero ¿cómo se explica, entonces, que uno de los principales actores del 18 de Julio fuera la Lliga Regionalista de Francesc Cambó? Es más, el propio Cambó escribió artículos en la prensa internacional de gran importancia propagandística en apoyo del alzamiento. También encabezó el manifiesto –firmado por cientos de personalidades catalanas, como Dalí, D’Ors o Mompou y la plana mayor de la Lliga– para proclamar su apoyo a Franco y pedir a los jóvenes catalanes que empuñaran las armas contra el Gobierno republicano y la Cataluña de Companys. Y puso su fortuna a disposición de Franco y organizó la propaganda exterior del bando nacional desde la Oficina Catalana de París.
También podría mencionarse a los célebres catalanes de Burgos; los cardenales y obispos catalanes –Gomá, Pla y Cartañá–, al frente de la Cruzada que ellos mismos bautizaron así; los altos mandos militares como Vives, Goded y Saliquet; Radio Veritat, la radio franquista en lengua catalana, financiada también por Cambó, que emitió desde la Génova fascista, donde se refugiarían decenas de miles de catalanes huidos de la República, entre ellos el Conde de Godó; los miles de catalanes que huyeron de la Cataluña republicana para empuñar las armas contra ella; los ministros catalanes de Franco, muchos de ellos provenientes de la Lliga: ya en la Junta Técnica del Estado, el primer Gobierno de Franco establecido nada más estallar la guerra, figuraron Joaquín Bau i Nolla y Francisco Serrat i Bonastre. Y en años posteriores Eduardo Aunós, Planell y Riera, López Rodó, Enrique Fontana, Enrique García-Ramal, Pedro Cortina Mauri, Demetrio Carceller… Y el más importante de todos, Pedro Gual Villalbí, ministro sin cartera durante una década, dedicado en exclusiva a la defensa de los intereses industriales catalanes a la vera del Caudillo. Ninguna otra región gozó de tan alto privilegio. Y junto a ellos, 187 procuradores en cortes y 23 consejeros nacionales del Movimiento.
¿Por qué recordar todo esto? Para tener en cuenta que, frente al falaz evangelio separatista, Cataluña fue una región intensamente franquista. Y para comprender el extraordinario desarrollo de Cataluña durante el régimen del 18 de Julio.
Pues Cataluña fue, junto con las provincias vascas, la vencedora económica de la guerra. A la cabeza en renta per cápita, fueron, junto con Madrid, las principales receptoras de mano de obra de las demás provincias españolas gracias a su próspera industria.
Y de aquí arranca, por cierto, uno de los más poderosos dogmas del evangelio separatista, el del pérfido plan de Franco para diluir las identidades nacionales vasca y catalana mediante el envío de masas desde otras provincias, de lo que habrá que deducir su idéntica intención de disolver la identidad nacional francesa, la alemana, la suiza, la argentina y, sobre todo, la madrileña. Porque a todos esos lugares afluyeron igualmente decenas de miles de personas cuyo objetivo no fue disolver identidades nacionales ajenas, sino ganarse el pan donde pudieran encontrar mejores condiciones que en sus lugares de origen.
Se podría hacer una larga lista con las medidas gubernamentales tomadas a lo largo de cuarenta años para impulsar el desarrollo económico de Cataluña, como las inversiones del INI en numerosos sectores (SEAT, Enasa, petroleras, hidroeléctricas, etc.). Pero bastará con un dato sobre infraestructuras: en 1975, año de la muerte de Franco, Cataluña, con el 6% del territorio nacional, contaba con el 45% de los kilómetros de autopista. En cuanto al ferrocarril, las cifran eran similares.
Y con esto llegamos a la actualidad, al régimen del 78, durante el que los privilegios catalanes, lejos de desaparecer, han aumentado en cantidad e intensidad. Para empezar, la Constitución, y en concreto su Título VIII, fue redactada a la medida de los nacionalistas vascos y catalanes. Como declaró ufano Duran i Lleida en numerosas ocasiones, si hoy existe el Estado de las Autonomías es gracias a ellos.
Otro dato a tener en cuenta es que, de los siete redactores constitucionales, dos fueran catalanes: Roca Junyent y Solé Tura. El 30% de los padres constitucionales en representación del 15% de la población. Por no hablar de que uno de dichos puestos, el de Roca, ni siquiera le correspondió a Convergencia por cantidad de votos, sino que se lo regaló el PSOE, que de los dos que le correspondía se quedó con sólo uno, el de Peces Barba.
¿Hará falta mencionar la sobrerrepresentación parlamentaria que consiguen los separatistas debido a una Ley Electoral elaborada para favorecerles? No es pequeño privilegio, sobre todo si tenemos en cuenta que gracias a él los separatistas vascos y catalanes son los únicos partidos que han gobernado España ininterrumpidamente desde hace cuarenta años a través de los pactos de legislatura con los dos grandes partidos nacionales. A pesar de todo esto, el presidente de la CEOE, Joan Rosell, ha dicho que Cataluña está sometida.
Y para terminar, mejor no hablar de todas las inversiones, prebendas, preferencias, privilegios e inmunidades –y subrayemos “inmunidades” dedicando un breve pensamiento a Jordi Pujol– ilegales y anticonstitucionales, concedidas por todos los Gobiernos españoles durante estos últimos cuarenta años de Estado de las Autonomías para favorecer a la oligarquía y a los gobernantes catalanes. Pues en eso ha consistido la vulneración del Estado de Derecho por parte de todos los gobernantes españoles desde Adolfo Suárez, con las perversas consecuencias hoy desgraciadamente tan evidentes.
Y ahora, una vez más, con un golpe de Estado encima de la mesa y la sociedad peligrosamente crispada, cuando le ve las orejas al lobo, como en 1921, como en 1923, como en 1936, el dinero se fuga a Madrid, incluido el de los empresarios separatistas que tanto han colaborado en hacer estallar el polvorín que ahora les asusta.
En resumen: ni España roba a Cataluña ni le ha robado nunca.
Muy al contrario, Cataluña se ha hecho rica gracias a su pertenencia a España y gracias en buena medida a los privilegios de los que ha gozado durante siglos.