La diferencia más notable entre el régimen instaurado por Lenin y su antecedente francés no reside en las intenciones del primero de realizar un sueño utópico mediante el terror más despiadado, sino en su capacidad de mantenerse en el poder e instaurar no solo una dictadura totalitaria, también una sociedad totalitaria, que destruye sistemáticamente toda individualidad y toda sociedad civil independiente del control colectivo ejercido por el Estado. Los jacobinos detentarán el poder omnímodo apenas un año y pico, mientras que los bolcheviques crearán un régimen que perdurará más de siete décadas.
Este hecho diferencial tiene una explicación clave: la existencia de un tipo de partido político de nuevo cuño, conformado, según la expresión de Stalin, como una especie de "orden militar-religiosa", que exige de sus miembros una negación plena de su propia individualidad y una entrega absoluta al partido o movimiento, por el cual y del cual se vive. Comparados con los revolucionarios profesionales de Lenin, los jacobinos de Robespierre no eran más que un partido de diletantes unidos por su fervor mesiánico, pero sin la cohesión que dan años de formación ideológica revolucionaria, una férrea organización y un liderato vertical indisputado.
Esta fue la gran creación de Lenin y la llave de su éxito. Una vez hallado, otros, con coartadas ideológicas muy diversas, pudieron utilizar para sus fines este verdadero prototipo de la acción revolucionaria totalitaria. Vendrían muchos marxistas-leninistas, que alcanzarían el poder en una multitud de naciones, pero el discípulo más aventajado de Lenin no fue otro que Hitler, que provocó el tercer gran naufragio de una democracia naciente: el hundimiento de la República de Weimar ante el embate furioso del nazismo.
He dedicado mi nuevo libro, Lenin y el totalitarismo, a estudiar la historia de la creación de esta herramienta esencial del totalitarismo moderno. Se trata de una historia terrible pero aleccionadora: el relato de la transformación de idealistas convencidos en genocidas políticos sin escrúpulo alguno, capaces de sacrificar masivamente a los seres humanos para salvar a la humanidad.
La historia de esta creación siniestra comienza casi veinte años antes del golpe de estado que llevaría a los bolcheviques al poder en noviembre de 1917. Es la obra de un joven marxista exiliado por entonces en Siberia que buscaba la palanca revolucionaria que le permitiese mover al mundo. Su respuesta será la creación de lo que el mismo Lenin llamaría "una red de agentes" (agente era su palabra favorita, y muy precisa para describir a sus bolcheviques), conformada por "hombres que no consagren a la revolución sus tardes libres, sino toda su vida", como dice ya en el primer número de su periódico revolucionario, Iskra ("La chispa"), en diciembre de 1900. Estos agentes serían luego los famosos revolucionarios profesionales, los hombres-partido de la obra en que sintetiza su teoría del partido revolucionario: ¿Qué hacer? (marzo de 1902). Lenin define allí su misión y la clave de su futuro éxito con una frase célebre:
¡Dadnos una organización de revolucionarios y removeremos a Rusia en sus cimientos!
La respuesta de Lenin tuvo una inspiración directa en la historia del así llamado populismo ruso y sus organizaciones terroristas de la década de 1870. Esto lo dirá Lenin explícitamente en ¿Qué hacer? al aludir a "la magnífica organización que tenían los revolucionarios de la década del 70, y que debería servirnos a todos de modelo".
El modelo que Lenin tiene en mente es la organización Tierra y Libertad (Zemlya i Volya), creada en 1876. Avrahm Yarmolinski, en su magnífica obra sobre las corrientes revolucionarias rusas del siglo XIX (Road to Revolution), nos da la siguiente descripción del modelo organizativo y revolucionario del referido grupo:
Esta organización era en efecto un cuerpo de revolucionarios profesionales fuertemente unidos. Hombres y mujeres completamente dedicados, que no podían ser dueños de ninguna propiedad y estaban sometidos al control de la organización en sus asuntos personales, pero a los que no se les exigía que adoptasen las formas de vivir del pueblo.
He allí el modelo de Lenin, la organización centralizada de revolucionarios profesionales que no tienen otra vida que la del partido; hombres que, literalmente, son del partido y para los cuales no habrá nada ni nadie que sea superior a la famosa orden de partido. Se había encontrado así la célula esencial del cuerpo totalitario del futuro, su prototipo humano: una anticipación plena de la futura sociedad comunista, donde la propiedad privada no existe y la vida del individuo se subsume en la del colectivo.
Pero no es solo eso lo que Lenin aprenderá de los populistas de los años setenta. Como es bien sabido, las organizaciones populistas de entonces encontraron en los atentados terroristas un arma plenamente aceptada. Con otras palabras, todos los medios eran buenos para alcanzar el fin revolucionario. El usar uno u otro era solamente una cuestión práctica. Este punto de vista absolutamente carente de moral será plenamente adoptado por Lenin, que en el número primero de Iskra escribirá:
La socialdemocracia no se ata las manos, no limita sus actividades a un plan cualquiera previamente preparado o a un solo procedimiento de lucha política, sino que admite como buenos todos los procedimientos de lucha, siempre que correspondan a las fuerzas de que el partido dispone y faciliten el alcanzar los mejores resultados posibles, dadas unas determinadas condiciones.
Y por si alguna duda hubiese quedado acerca de que "todos los procedimientos de lucha" incluían el terrorismo, Lenin volverá, en el número cuarto de Iskra, sobre el tema:
En principio, nunca hemos rechazado, ni podemos rechazar, el terror. El terror es una de las formas de acción militar que puede ser perfectamente adecuada e incluso esencial en un momento definido de la batalla.
Ahora bien, la pieza clave de todo el plan organizativo de Lenin es el revolucionario profesional. Es el eslabón del que depende la fuerza de la cadena, de la "red de agentes". Lenin no deja la menor duda sobre sus intenciones:
La organización de los revolucionarios debe englobar ante todo y sobre todo a gentes cuya profesión sea la actividad revolucionaria (...). Hombres entregados profesionalmente a las actividades revolucionarias (...). Hombres que se consagren especial y enteramente a la acción socialdemócrata.
Esto es lo esencial para Lenin, el poder contar con hombres-partido, hombres que lleguen a ser, como expresaría Jan Valtin en su célebre autobiografía (La noche quedó atrás), "un pedazo del partido" y para los cuales el partido se transforme en "familia, escuela, iglesia, albergue", para decirlo con Ignazio Silone.
Robespierre no dispuso de nada parecido. Su partido fue sin duda algo único para su época, pero había un océano de distancia entre el partido leninista y la Société des Jacobins Amis de la Liberté et de L'égalité que se reunía en el Convento de los Jacobinos situado en la calle Saint Honoré de París. Su obra de terror fue por ello mismo relativamente efímera. De ese fracaso en hacer permanente el terror y construir una sociedad totalitaria aprendió Lenin. Por ello no tuvo duda en proclamarse jacobino, pero agregando a su jacobinismo la ligazón "indisoluble" al partido: "El jacobino, indisolublemente ligado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase, es precisamente el socialdemócrata revolucionario" (cursivas de Lenin).
Hoy, tanto los jacobinos como los bolcheviques son historia y sangriento recuerdo. Pero la figura creada por ellos no ha desaparecido de ningún modo. Los yihadistas de nuestro presente viven en el mismo universo mental que impregnó a jacobinos, bolcheviques y nazis. Además, se definen literalmente como una "orden militar-religiosa", una vanguardia, como diría inspirándose en Lenin su principal teórico, el egipcio Sayid Qutb, que exige una entrega total de parte de sus militantes, su absoluto sometimiento al islam y su plena separación del mundo pagano y pervertido (el mundo de la yahiliya, o ignorancia de Dios, como dicen los islamistas) que los rodea. Así sería posible crear el prototipo de la Umma o comunidad islámica universal y total del futuro. Son los leninistas de hoy, los jacobinos de siempre. Probablemente no serán tampoco los últimos en encarnar los desvaríos de esa terrible bondad extrema que Robespierre, característicamente, llamó virtud.
MAURICIO ROJAS, escritor. Su próximo libro, Lenin y el totalitarismo, aparecerá en el sello Sepha en marzo de 2012.