Cuando se conozca el texto definitivo de la reforma de la PAC, aprobada el 26 de junio, será el momento de hacer una valoración más pormenorizada. Hasta entonces, se pueden comentar los principios generales que la han inspirado y lo que se ha obtenido.
El planteamiento del comisario Fischler era imponer el “desacoplamiento” en toda la agricultura europea comunitaria. Eso significa que, de ahora en adelante, la Unión Europea dejará de subvencionar la producción, y de pagar, en consecuencia, en función de la cantidad producida del producto agrario del que se trate –el principio inspirador de la PAC desde su nacimiento– sustituyendo esas subvenciones por pagos directos a los agricultores, en función de las hectáreas de terreno explotadas. Estos pagos por hectárea son diferentes según lo producido en ellas históricamente, y guardan correspondencia con los pagos reales que han recibido los agricultores en el pasado.
El objetivo, por tanto, deja de ser el de incentivar la producción, por medio de precios fijados artificialmente altos, para pasar a ser el de subvencionar la actividad agraria, en función de las hectáreas en explotación. Cada agricultor, subvencionado de esta forma, podrá decidir libremente si produce algo o nada, y si ese algo es trigo, productos herbáceos, o cualquier otro producto.
Con este planteamiento se querían evitar, en primer lugar, la sobreproducción de cualquier producto, que el precio de cada producto agrario fuera –en segundo lugar– el que se decidiera en el mercado, en función de la oferta y la demanda y, en tercer lugar, beneficiar a los consumidores comunitarios, pues lo lógico sería que viéramos una caída importante de precios de la mayoría de productos agrarios con precios regulados. Un estudio reciente del Círculo de Empresarios concluía que, en el caso de España, la existencia de la PAC, tal y como se aplica en la actualidad, significa un aumento del 25% del coste de la cesta de la compra, en comparación con los precios que podrían lograr los consumidores si los mercados fueran libres.
El planteamiento de Fischler guarda similitud con el que hace mucho tiempo se adoptó para la minería del carbón europeo, que producía –y todavía lo hace, aunque limitadamente– a precios exageradamente altos un carbón que podría importarse a precios mucho más bajos y con mucha menor contaminación y peligro. En toda Europa se fue negociando con los productores de carbón subvenciones directas a los mineros, que les permitían retirarse con altísimos sueldos y pensiones, con la única condición de que los sindicatos aceptaran que las empresas propietarias podían cerrar las explotaciones no rentables.
Una reforma de este tipo permite, por otra parte, negociar con los países en vías de desarrollo en el seno de la Organización Mundial del Comercio. Cuando esta reforma sea operativa –dentro de demasiado tiempo–, la Unión Europea podrá liberalizar el mercado de todos sus productos agrarios, permitiendo la importación de productos mucho más baratos de los países en vías de desarrollo, lo que constituye la única manera conocida y comprobada de ayudar al crecimiento de esos países. Con las reforma Fischler la Unión Europea podrá ayudar al desarrollo.
Sin embargo, no sabemos, con detalle, cuál es el contenido final del acuerdo de los ministros de agricultura de la Unión Europea. Sí sabemos que el “desacoplamiento” no será total, de tal forma que un porcentaje de la ayuda no se otorgará en función de las hectáreas sino en función de la producción –el actual sistema–, que esos porcentajes son diferentes según los distintos cultivos, producciones y del tipo de ganadería existente y que se va a permitir –parece– a los estados nacionales que complementen los ingresos de los agricultores en determinadas circunstancias. De ahí las acusaciones de burocratización o de “renacionalización” de la nueva PAC.
Si el resultado final es que se produzca menos de lo que no es rentable, –a la vista de los precios mundiales– y que desciendan los precios para los consumidores, la reforma sería un éxito. No lo ven así –por supuesto– los sindicatos, para los cuales lo fundamental es mantener la “actividad” y sus propias burocracias, aunque sea a costa de distorsionar precios y reducir a la miseria a los países en vías de desarrollo.
El ministro español de agricultura está satisfecho porque ha conseguido mantener a Canarias en el antiguo régimen –un logro que habrá que ver si es tal para los consumidores– y aumentar las ayudas a la producción de frutos secos, una reivindicación de los afectados que, nuevamente, perjudicará a los consumidores. En el campo español quizá veamos que dejan –afortunadamente– de cultivarse tierras poco productivas que se cubrirán –para satisfacción de los ecologistas sensatos, si es que ese tipo de fauna existe–, de masas de matorral y arbolado típico del clima continental, lo que permitirá recuperar el ciclo completo de vida animal en todas esas zonas.
Pero, el proceso será lento y muy gradual y desde el punto de vista fiscal nos seguirá costando lo mismo, porque el compromiso es que el presupuesto agrario de la Unión Europea se mantenga ad calendas grecas.