A pesar de sus hervorosos sentimientos nacionalistas, y de creer que su época era la de los nacionalismos, Prat entendía también su tiempo como el de la marcha hacia un Estado-Humanidad. La contradicción, para él, se resuelve mediante el principio de la federación, “fórmula de armonía entre las nacionalidades y el mundialismo”, tendencias que así “se completan, se ayudan mutuamente” en “una fórmula suprema de armonía”, en “estados de estados, estados compuestos o federaciones de estados nacionales”.
Más aún, nacionalismo no se opone a imperialismo. Al contrario, éste corona a aquel, “es un aspecto del nacionalismo, un momento que sigue al de plenitud de la vida interior”, una vez la nación ha desarrollado una “Cultura nacional intensa, interés general de la civilización, fuerza suficiente para sostener una y otra”.
Distingue al respecto tres clases de dominación imperialista: “Dominar por la sola fuerza material, por la violencia, por la ambición de gobernar pueblos y tierras, es el imperialismo salvaje de Oriente (recuérdese su visión de Madrid “en medio de desiertos y estepas como las de Asia”).
“Dominar por la sola fuerza de la civilización, de la cultura, es el imperialismo sano y fecundo, pero incompleto, de Grecia”.
“Dominar por la fuerza de la cultura servida y sostenida por la fuerza material, es el imperialismo moderno, el imperialismo integral de las grandes razas fuertes de hoy”.
Llegar al imperialismo impondría una primera etapa, la de “ser uno mismo” y “no recibir la ley de fuera”, antes de pasar a “ampliar la vida nacional a fórmula y camino de una empresa de civilización, de un interés de humanidad”. Sin embargo esa plenitud, expresada en frases tan vagas, no sería común: “No todos los pueblos pueden llegar al bello momento de la eclosión imperialista”. Aunque tendieran a ello, pocas lograrían hacerse “naciones-imperio”. “La gradación de naciones hacia el imperialismo triunfal es tan rica y compleja como la gradación de talentos hacia el genio. Nacionalismo es vida nacional inflamada por un ideal (…) y eso es ya una conciencia de imperio”.
Más o menos eso estaba ocurriendo ya en Cataluña, y ese afán de imperio explicará el inesperado paso de Prat a favor de una “España grande”. Si los espíritus nacionales de Cataluña, Castilla, Vasconia, etc., eran tan profundamente distintos y aun opuestos, si la historia común podía reducirse a un proceso de opresión y esclavización de los catalanes, la conclusión lógica habría sido exigir la plena independencia y ruptura con el estado y la nación esclavizadores, como exigía Arana. Pero Prat afirma, inconsecuentemente: “El nacionalismo catalán, que nunca fue separatista, que siempre ha sentido intensamente la unión hermanadora de las nacionalidades ibéricas en la organización federativa, es la aspiración elevada de un pueblo que (…) marcha con paso seguro por el camino de los grandes ideales progresivos de la humanidad”.
En suma, Prat aspiraba a un Imperio ibérico dirigido por Cataluña: “Si el nacionalismo integral de Cataluña avanza en esta empresa y consigue despertar con su impulso y su ejemplo las fuerzas dormidas de todos los pueblos españoles; si puede inspirar a estos pueblos fe en sí mismos y en su porvenir, los levantará de la actual decadencia, y el nacionalismo catalán habrá cumplido su primera acción imperialista. Entonces será la hora de trabajar por reunir a todos los pueblos ibéricos, de Lisboa al Ródano, en un solo Estado, en un solo Imperio; y si las nacionalidades españolas renacientes saben hacer triunfar ese ideal, saben imponerlo como la Prusia de Bismarck impuso el ideal del imperialismo germánico, podrá la nueva Iberia elevarse al grado supremo del imperialismo: podrá intervenir activamente en el gobierno del mundo con las otras potencias mundiales, podrá otra vez expandirse sobre las tierras bárbaras y servir a los altos intereses de la humanidad guiando a la civilización a los pueblos atrasados e incultos”. En fin, “Las potencias cultas tienen el deber de expandirse sobre las poblaciones atrasadas”, y “La guerra que somete a los pueblos bárbaros a los civilizados, es una obra de paz y de civilización”.
Tal propuesta suena entre ingenua y provocadora, y sólo podía generar graves tensiones, incluso guerras, en Europa. La alusión a Bismarck no tranquilizaría a nadie, y Portugal y Francia, en particular, rechazarían sin duda el ideal de Prat. Pero éste, con respecto a Portugal, muestra un optimismo extravagante: bastaría que los portugueses percibieran el modo ejemplar como se realizaba la federación imperial española para que se unieran a ella con entusiasmo. Del problema con Francia no habla.
Para entender lo anterior debe recordarse el antes aludido influjo del “salvaje individualismo” emersoniano, inspirador de Prat: “Allá donde estás, está el eje de la tierra (…) eres el centro de todas las cosas (…) Sé tú mismo y por ti mismo, y serán tributarios de tu yo los que no son ellos ni por ellos”. Ese “eje” y ese “yo” eran Cataluña, o más bien el nacionalismo catalán. Con esa visión, no parecía inalcanzable un objetivo tan descomunal y ya por entonces anacrónico.
Es más, Prat creía percibir que, pese a no haber alcanzado aún la plena soberanía, primera etapa de su plan, “ya el nacionalismo catalán ha empezado la segunda función de todos los nacionalismos, la función de la influencia exterior, la función imperialista”. A su juicio, “el arte, la literatura, las concepciones jurídicas, el ideal político y económico de Cataluña, han iniciado la obra exterior, la penetración pacífica de España”. Por ejemplo, “El criterio económico de los catalanes en las cuestiones arancelarias hace años que ha triunfado. El arte catalán comienza, con la literatura, a irradiar por toda España*. Nuestro pensamiento político ha emprendido su lucha con las concepciones dominantes, y los primeros combates hacen augurar bien próxima la victoria”. Todo ello tenía algo de cierto, pero venía de antes, como efecto natural del empuje catalán y de su inclusión en España, y sin necesidad de nacionalismo.
La llave que abriría la puerta al imperio sería el federalismo, sistema favorecido también por republicanos y anarquistas. Por no haber seguido el principio federal, la historia española habría sido hasta entonces un completo desastre, como insistirá en marzo de 1916, en el “Manifiesto de los parlamentarios regionalistas (seguía con esa denominación engañosa) al país”, titulado Por Cataluña y la España grande: “El problema fundamental de España es el problema de su constitución. Cuando los Reyes Católicos juntaron en sus manos todos los reinos peninsulares, no supieron dar al nuevo imperio una constitución que garantizase aquel “tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. Y así, “falta de estructura y coordinación, y por tanto de cohesión espiritual, la historia de este imperio, que habría podido eclipsar al de Roma, es la historia de una decadencia, con un séquito insuperable de inepcias diplomáticas, derrotas gloriosas, vergüenzas administrativas y desmembraciones inacabables: todo el proceso de liquidación de un grandioso patrimonio acumulado por un casamiento y el azar afortunado del descubrimiento de América”.
Visión histórica un tanto sorprendente. El descubrimiento de América, en la medida en que pueda reducirse a un “azar afortunado”, habría quedado tan sólo como un aislado hecho glorioso si no hubiera dado lugar al inicio de un imperio, y no a su “liquidación”, como sugiere con extraña cronología. Tampoco calificaría nadie de “grandioso” el patrimonio “acumulado” por el casamiento de Fernando e Isabel, pues era bastante precario todavía, en particular el procedente de Cataluña, región empobrecida y despoblada por entonces. Sólo contaba con medio millón de habitantes, en comparación con los seis millones del reino castellano. La Castilla que “impone” su hegemonía tiene algo así como el 70% de la población y el 80% del territorio, lo cual indica una desigualdad inevitable, que los nacionalistas gustaban cargar como un pecado de opresión o arrogancia castellana. Fue el reino de Castilla, incluso en su región propiamente castellana, el principal creador del “inmenso patrimonio”, y también el que salvaría a Cataluña, como parte de España, del acoso turco, amparado desde la vecina Francia aliada de Constantinopla. Difícilmente podía haber sido de otro modo. Y también fue Castilla la que más duramente sufrió los costes del imperio y su pérdida, ésta posterior en siglos a los Reyes Católicos, como nadie podía ignorar.
En todo caso Prat opinaba que “fundar la Constitución de España en el respeto a la igualdad de derechos de todos los pueblos que la integran es dar el primer paso hacia la España grande (…) Este imperio peninsular de Iberia que ha de ser el núcleo primero de la España grande…”. Mas un imperio era sólo la etapa superior de la nación, y si no existía nación española, como aseveraba el pensador nacionalista, la “Espanya gran” no pasaba de ser una entelequia, y lo mismo, o peor aún, una “Iberia” imperial.
Fuera como fuere, a la objeción de que el federalismo disgregaría al país u obstruiría la acción común, Prat oponía el ejemplo de uno de los bandos contendientes en la guerra que asolaba entonces a Europa: “Nadie puede dejar de ver en la acción de los imperios centrales el ejemplo de unidad, de coordinación, de aprovechamiento de todas las energías más formidable y maravilloso que la historia haya registrado hasta ahora. El máximo de cohesión coincide con el máximo de federalismo. Entre Alemania y Austria-Hungría suman más parlamentos, más asambleas legislativas que todos los demás Estados juntos de Europa”; “Esta guerra es el triunfo del valor unitario, cohesivo, del nacionalismo y la autonomía”. No fue buen profeta.
Además, el ejemplo no podía extenderlo al caso catalán. De creerle, la ruina de los paisos catalans, rubricada en el Compromiso de Caspe, provendría justamente de una especie de federalismo, causa y efecto de un “individualismo que imposibilitó a los países de lengua catalana el constituirse en unidad política nacional y los hizo caer en gran parte bajo el dominio de otro pueblo”.
Tampoco podía recurrir a un ejemplo español reciente, la I República de 1873, pues el federalismo entonces aplicado había tenido efectos algo alucinatorios, llevando a España cerca de desaparecer como nación o como cualquier otra cosa.
Y si los paisanos de Prat eran, según éste había decidido, “catalanes y sólo catalanes”, ¿a qué venía esa “unión hermanadora” con los demás pueblos de España y no con los de Francia, por ejemplo, máxime cuando en el pasado habría recibido Cataluña tan mal trato de los primeros? Además, ¿qué autoridad moral podían esgrimir los catalanes “sólo catalanes” para dirigir o aconsejar a los tan ajenos y aun opuestos castellanos? La pretensión implicaba una vuelta a aquella “bifurcación monstruosa de la conciencia”, herencia difícilmente evitable de la historia real, y quizá no tan monstruosa.
Todo ello entrañaba una vacilación interna muy acentuada: ¿debería concentrarse el esfuerzo en los asuntos catalanes, o en influir al resto de España? En teoría cada cosa debería llegar a su tiempo, en etapas sucesivas, pero en la práctica era imposible. Ni siquiera los nacionalistas podían hacer como si España no existiera, y cada paso que dieran tendría que contar obligatoriamente con Madrid. De ahí que Prat y los suyos dedicaran bastantes energías a convencer a las autoridades y políticos de Madrid de la conveniencia de sus proyectos para toda España, y debe reconocerse que tuvieron en ello un éxito apreciable. Sus propuestas no dejaron de ser vistas con interés en la capital, pese a que pocos llegaran a creer seriamente en ellas.
El ambiente madrileño, al revés que el del nacionalismo en Barcelona, era poco exaltado, sin afanes heroicos, y predominaba en él un espíritu pragmático incluso a ras de suelo, pese a lo cual, o acaso en parte por ello, la Restauración había acabado con varios decenios de inestabilidad, pronunciamientos y estancamiento económico. Prat insinuaba grandezas tentadoras, pero sus incoherencias saltaban demasiado a la vista. La experiencia republicana había dejado una fundada desconfianza en el federalismo, y el plan de liquidar a España como nación para reafirmarla como estado imperialista, no convencía a muchos. Por otra parte, Cataluña había sido una región española, así lo seguía considerando también la mayoría de los catalanes, y la postura de Prat dejaba abierta la puerta al separatismo. El conjunto suscitaba perplejidad y recelo.
Pero a pesar del escepticismo hacia sus ideas, y del socavamiento de la legalidad y la unidad española que implicaban, los políticos hispanos manifestaron estima por Prat, el cual, aparte de sus propuestas algo chirriantes, había revelado un notable ingenio práctico y organizador dentro de Cataluña, en materia administrativa y cultural. Y así, en 1908, el rey Alfonso XIII, a propuesta del jefe de gobierno, Antonio Maura le concedió la Gran Cruz de Isabel la Católica, premio bastante irónico. Después de todo, en España entera se miraba a Barcelona como un modelo y avanzada de lo que debería ser el desarrollo español, liberado de las plagas del siglo XIX: guerras civiles, pronunciamientos e inestabilidad política. Y al margen de sus contradicciones e incoherencias, Prat y Cambó parecían reflejar el espíritu expansivo de la ciudad modelo.
Después del 98, el nacionalismo catalán cosechó importantes triunfos. En 1907, Prat llegó a presidente de la Diputación Provincial de Barcelona, siendo reelegido casi con regularidad hasta 1917. Promovió instituciones económicas y culturales, especialmente el Instituto de Estudios Catalanes. Su carrera culminó en la creación de la Mancomunidad catalana, en 1914, con la que quería reorganizar el Principado. Fue elegido presidente de ella, repitiendo en 1917, aunque ya no pudo hacer mucho, pues pronto enfermaría. Sintiéndose muy mal, volvió a su casa paterna, en Castellterçol, donde falleció en agosto, a los 47 años.
* Barcelona influía en toda España en el terreno artístico y literario, basta notar la popularidad de algunas obras de Guimerá, por ejemplo. Pero no dejaba de tener más fuerza la cultura de Madrid, que por entonces vivía una época muy interesante. Y no todos los catalanistas eran tan optimistas al respecto como Prat. Véase la queja de Maragall: “¡Yo, que quería ser poeta como Byron o Heine y tirarme a mujeres casadas que me amasen, y tener cara ombrageuse y frente rêveur y correr mundo y no vivir más que para la belleza y el Arte! ¡Ah! Barcelona, Barcelona, ciudad burguesa, húmeda, aplanadora; ¡ah! burguesía, ¡ah! muletons i flassaders, género tuyo de poca consistencia; ¡ah! medianía en riqueza, en posición, en todo!, ¡ah! símbolo de toda medianía, tú, Barcelona, ¡¡¡bien me has jodido!!!”.