A pesar de que las presiones ejercidas sobre España para que entrara en la Primera guerra mundial fueron numerosas y a pesar de que existían relaciones de parentesco con ambos bandos —la madre del rey estaba emparentada con soberanos de las Potencias centrales y la esposa era pariente de la reina Victoria de Inglaterra— lo cierto es que Alfonso XIII optó por mantener a la nación en una situación de estricta neutralidad. Ni siquiera el comportamiento, completamente contra derecho, de los submarinos alemanes le llevó a cambiar esa posición avanzado ya el conflicto. Sin embargo, la política de neutralidad no fue un equivalente —ni mucho menos— de la indiferencia frente a la guerra.
Al inicio de la misma, una lavandera francesa escribió a Alfonso XIII para indicarle que su esposo había desaparecido en combate y rogarle que hiciera lo posible para descubrir su paradero. El monarca español atendió las súplicas de la mujer y así logró averiguar que seguía vivo y se encontraba internado en un campo de prisioneros en Alemania. El episodio fue publicado por la prensa francesa y, de manera lógica, llegó hasta las manos de Alfonso XIII un verdadero aluvión de solicitudes de personas que estaban interesadas en conocer el destino de sus seres queridos. La consecuencia inmediata de esta circunstancia fue la creación de una oficina costeada por el presupuesto del rey y compuesta por cuarenta empleados cuya finalidad era localizar a los desaparecidos en el curso del conflicto, hacerles llegar ayuda material e incluso interceder por ellos. La labor llevada a cabo por esta oficina fue realmente extraordinaria —por ello resulta aún más incomprensible el desconocimiento de su labor humanitaria— hasta el punto de que ayudó a repatriar a unos setenta mil civiles y a veintiún mil soldados. Además intervino a favor de 136.000 prisioneros de guerra y llevó a cabo cuatro mil visitas de inspección a campamentos de prisioneros. La mayoría de esos casos fueron de gente anónima pero, ocasionalmente, estuvieron referidos a celebridades como el artista Nizhinsky, que salvó la vida en un campo de concentración gracias a la intervención personal del rey, o a la enfermera Edith Cavell, fusilada finalmente por los alemanes por ayudar a soldados aliados fugitivos. En ese contexto, puede entenderse perfectamente la preocupación que Alfonso XIII manifestó por el zar Nicolás II desde febrero de 1917.
En esa fecha, una revolución obligó al zar a abdicar quedando el futuro de éste y el de su familia más cercana sujeto a la voluntad de los que parecían nuevos dueños de Rusia. Alfonso XIII había estado a punto de morir varias veces a manos de terroristas de izquierdas —una de ellas el mismo día de su boda— y, quizá por ello, fue consciente desde el principio de los peligros que podían cernirse sobre la familia imperial. En la primavera de 1917, visitó España Nekliudov en representación del nuevo gobierno provisional ruso. En la ceremonia de entrega de credenciales como embajador, Nekliudov agradeció a Alfonso XIII el papel extraordinario que había realizado ocupándose de la suerte de numerosos soldados rusos. Aprovechó esa circunstancia el monarca para, una vez concluida la intervención de Nekliudov, levantarse del trono y acercarse al nuevo embajador. Alfonso XIII le comentó entonces que agradecía la mención a la ayuda que había prestado a los prisioneros de guerra rusos. Ahora deseaba interesarse por otros presos, el zar y su familia, y le rogó que comunicara al nuevo gobierno su petición de que se les pusiera en libertad.
La solicitud de Alfonso XIII en puridad debía de haber contado con paralelos en otras casas reales europeas pero, lamentablemente, no fue así. De hecho, cuando el monarca español se dirigió a Jorge V de Inglaterra —pariente del zar— para que apoyara una iniciativa encaminada a liberar a los Romanov, sólo recibió una respuesta por vía diplomática —el día de los Tontos de abril, equivalente a nuestros Santos Inocentes— comunicándole que debía perder cuidado. No tardó Alfonso XIII en percatarse de que la seguridad que había intentado transmitirle el embajador británico en España no se sustentaba sobre bases sólidas. Así, en cuanto que el gobierno británico se planteó con seriedad la posibilidad de dar asilo al zar y a su familia, fue el propio Jorge V el que se opuso a ella. A lo largo de dos semanas que resultaron decisivas, Jorge V se esforzó por convencer al gobierno británico de que no era conveniente recibir al zar y a su familia. Las razones fundamentalmente se reducían al deseo de Jorge V de no tener problemas con la opinión pública y, muy especialmente, con el partido laborista. Desde su perspectiva, el pueblo acogería mal que se recibiera a la zarina Alejandra, una princesa alemana a fin de cuentas, en Gran Bretaña. Por añadidura, era posible que los laboristas sintieran veleidades republicanas tras lo sucedido en Rusia. No convenía, por lo tanto, incomodarlos proporcionando refugio al derrocado zar.
El 13 de abril de 1917, el primer ministro británico se vio obligado a ceder a las presiones regias y se limitó a comentar en una reunión de su gabinete que España sería un lugar mejor para acoger al zar y a su familia. Al cabo de unas horas, el proyecto de solicitar la liberación del zar fue abandonado por el gobierno británico. Para colmo de males, en octubre, los bolcheviques dieron un golpe de Estado derribando al gobierno provisional e implantaron un gobierno que, según palabras del propio Lenin, aplicaría el “terror de masas” para mantenerse en el poder.
A esas alturas, Alfonso XIII se había percatado sobradamente de lo sucedido en Gran Bretaña y entonces decidió intentar que otras monarquías europeas se sumaran a su proyecto de liberar al zar. Propuso así a los reyes de Suecia y de Noruega el envío de un navío de guerra español a un puerto escandinavo para recoger allí al zar, a la zarina y a sus cinco hijos. Lo único que pedía de las monarquías nórdicas era que mediaran ante el gobierno soviético. Unos meses antes —en junio de 1917— Gustavo de Suecia había intentado salvar al zar pidiendo ayuda para ello al gobierno británico que había rechazado su plan como “rebuscado” e “impracticable”. La solicitud de Alfonso XIII llegaba, por lo tanto, en un momento en que ni Suecia ni Noruega tenían ya esperanzas de salvar a Nicolás II.
Tampoco cabía esperar nada del káiser. A pesar de su relación de parentesco con Nicolás II, Guillermo II no dio ningún paso efectivo para salvar al zar. Lo más grave es que Alemania había entrado ya en negociaciones con el poder soviético para firmar una paz por separado y contaba con esa baza para presionar sobre los bolcheviques. Sin embargo, no lo hizo. Por el contrario, sí aceptó, por ejemplo, poner en libertad al socialista Liebnekht para complacer a Lenin.
Ciertamente, a mediados de 1918, las circunstancias no se presentaban en absoluto favorables para lograr la liberación del zar y de su familia. Sin embargo, Alfonso XIII no estaba dispuesto a arrojar la toalla y decidió continuar sus gestiones en solitario ya que no podía contar con el respaldo de otras potencias. Lamentablemente, sus esfuerzos no iban a llegar a buen puerto.
La próxima semana terminaremos de desvelar el ENIGMA sobre los intentos de Alfonso XIII para salvar al zar Nicolás II.