Líderes opuestos a la guerra han estado proclamando que Estados Unidos lo que quiere es lograr control sobre el suministro petrolero en Irak y el resto del Medio Oriente. Un reciente reportaje de la revista Business Week cita a un alemán miembro del Partido Verde diciendo: "Saddam no es ningún santo, pero a mí todo eso me huele a... petróleo". Tal razonamiento, muy extendido en Europa, no tiene lógica. Si el petróleo fuera la razón de la línea dura de la administración Bush contra Irak, evitar la guerra sería la política más conveniente.
Irak, lo mismo que los demás productores, tiene que exportar su petróleo para obtener divisas y poder comprar bienes, incluyendo armas. Como el petróleo se negocia en un fluido mercado internacional, cualquier país puede comprar el petróleo que quiera, pagando el precio mundial. Por lo tanto, a Estados Unidos le convendría fomentar una mayor exportación de Irak porque ello contribuiría a bajar el precio. Pero, por el contrario, desde el fin de la Guerra del Golfo, Estados Unidos ha insistido en que la comunidad internacional restrinja la producción petrolera de Irak, para presionar a Saddam Hussein en el desmantelamiento de sus armamentos de destrucción masiva.
La guerra con Irak le costará mucho dinero a Estados Unidos. La posibilidad de esa guerra ya ha disparado los precios del petróleo, lo cual equivale a un gran impuesto para todos los consumidores de energía. El comienzo de hostilidades aumentaría más los precios, como pasó en la Guerra del Golfo. Las más altas estimaciones del costo del conflicto están por encima de los 150 mil millones de dólares, o sea 1,5% del PIB, y se basan en que las instalaciones petroleras en Irak, y posiblemente en países vecinos, serán destruidas y dejarán de operar por algún tiempo.
Aun si se destruyeran todas las instalaciones petroleras de Irak, la producción petrolera mundial caería por un año en menos de 4% y ello aumentaría el precio en hasta un 40%. Eso significaría un salto de 35 dólares a poco menos de 50 dólares el barril; un salto considerable, pero mucho menos que el aumento de 300% de 1973. Debo añadir que un precio por encima de 50 dólares es muy poco probable.
Es más, en caso de guerra, el precio se debe mantener por debajo de los $50 porque ya el mercado refleja esa posibilidad y los demás exportadores aumentarían su producción para aprovecharse de los precios altos. Además, aquí utilizaríamos parte de nuestras reservas estratégicas.
Las economías desarrolladas son ahora menos dependientes del petróleo que cuando se creó la OPEP y cuando Irak atacó a Irán. Han aprendido a economizar petróleo desarrollando nuevas tecnologías, incluyendo autos y aviones más eficientes. Por eso, la proporción del ingreso que se gasta en petróleo es hoy menos de la mitad en Estados Unidos, por lo que un aumento del precio en 50% sería mucho menos grave para este país, Europa y Japón.
Hoy en día, las naciones del Medio Oriente son menos importantes en la producción petrolera que a principios de la OPEP. Su participación en el mercado mundial ha caído de 40% a 30% y para mantener los precios la OPEP restringe la producción de sus miembros. Eso mismo ha fomentado la producción en otros países no miembros como Rusia y las empresas petroleras hacen mayores esfuerzos por encontrar nuevos depósitos en el fondo del mar, en China y en la tundra siberiana.
Arabia Saudita trata de hacernos creer que produce más petróleo del que quiere para impedir alzas de precios y ganar puntos con Estados Unidos y Europa. En realidad están protegiendo sus intereses porque saben que mayores aumentos afectarían la demanda de petróleo del Medio Oriente en la medida que otras regiones aumentan su producción y las naciones industrializadas economizan su utilización.
En conclusión, una guerra con Irak no sería por el petróleo, sino por la amenaza que Saddam Hussein representa para sus vecinos, para su propia gente y para naciones alrededor del mundo.
© AIPE. Gary S. Becker, premio Nobel en 1992, es profesor de Economía de la Universidad de Chicago.