Nunca la humanidad había conquistado cotas de bienestar semejantes a las que disfruta desde que, hace dos siglos largos, el capitalismo echara a andar. Pero pocos defienden este sistema, y menos aún lo celebran. Parece como si su propio éxito fuese la fuente de una maldición que lo condena a verse denostado por sus propios beneficiarios.
Hace más de un siglo y medio, Karl Marx hizo un brillante resumen de los primeros logros portentosos del capitalismo y los emprendedores (la burguesía, en su terminología) al calificar su papel en la historia como "altamente revolucionario" y anotar en el Manifiesto comunista:
[El capitalismo] ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas (...) En el siglo corto que lleva de existencia (...) ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación a vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación (...) ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?
Y esto era tan solo el comienzo. Preso de sus ansias revolucionarias, Marx ni siquiera imaginó que el capitalismo estaba apenas en su infancia, que aún tenía un mundo por ganar y transformar. En su época, más del ochenta por ciento de la humanidad vivía todavía en lo que hoy consideramos pobreza extrema. Las vidas de la abrumadora mayoría eran cortas, plagadas de enfermedades, lastradas por el analfabetismo, la desnutrición y, en no menor medida, por la falta de libertad y democracia. ¡Qué mundo tan distinto al de hoy, donde aquellos males ya son minoritarios y, si no matamos la gallina de los huevos de oro, se encuentran en vías de extinción!
¿Cuál es el secreto de esta portentosa fuerza transformadora? Otra vez es Marx el que mejor lo ha descrito, en su famoso Manifiesto:
La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores.
Ahora bien, el secreto del secreto, la clave de esa revolución permanente que caracteriza al capitalismo moderno, es la libertad que este sistema da a quienes participan en él intercambiando sus bienes y servicios voluntariamente; la libertad que da de elegir qué y a quién comprar, de optar entre muchas posibilidades, en busca de lo que mejor se ajuste a las necesidades e intereses de cada cual. Esto quiere decir que los productores deben esforzarse por obtener el beneplácito de los consumidores compitiendo entre sí. Servir bien a los otros es la clave del éxito en una economía libre de mercado, y para ello hay que estar constantemente innovando, abaratando el producto, ganando eficiencia, buscando la manera de destacar en la arena de las elecciones económicas libres.
Es cierto, también se pueden obtener ganancias y riquezas asaltando al prójimo, o esclavizándolo, o conquistando y saqueando un país; o por medio de monopolios que no dejan opción al consumidor. Estas son las formas premodernas de la acumulación de riqueza: la espada y el poder, la violencia y el privilegio. Y es con esto que, según Marx, el capitalismo moderno rompe; pero no porque haga al ser humano más altruista, sino porque impone otra lógica a la persecución del interés propio: la de la producción, la innovación, la competencia o, en suma, la de servir de la mejor manera al prójimo en beneficio propio.
Esto lo había aprendido Marx de Adam Smith, quien, en un célebre pasaje de La riqueza de las naciones, decía:
No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.
Así, en una sociedad de hombres libres, donde los intercambios y colaboraciones no se realizan coactivamente sino por libre consentimiento, debemos ganarnos la voluntad del otro para venderle nuestros productos o servicios. Debemos, por ello, pensar no en nosotros sino en los otros; en su bienestar para promover el nuestro. Y debemos hacerlo compitiendo con otros. Este es el secreto de la multiplicación milagrosa del bienestar que la economía de la libertad o capitalismo hace posible.
Ahora bien, ¿de dónde proviene el rechazo que suscita tal sistema? Pues, simplemente, de la libertad; de la fuerza profundamente subversiva de la libertad, tan bien captada por Marx como la esencia del capitalismo. La libertad individual no es otra cosa que la libertad de cada uno de nosotros para subvertir todo lo que existe, cuestionar todo aquello en que hemos creído, dejar obsoletas tanto nuestras ideas como nuestras formas de producir y organizarnos. La libertad amenaza por ello las comunidades existentes, las solidaridades de siempre, las certidumbres de antaño, y crea un desorden permanente, el desorden de la creatividad, del experimento, del cambio, del tratar de ser lo que queramos ser y no aquello para lo cual habríamos nacido, según la tradición y la imposición de un cierto orden social. La libertad es, con otras palabras, la salida del ser humano de lo controlable y predecible, la entrada en la era del cambio incesante; y como tal pesa, cuesta e incluso cansa.
Una economía de la libertad, al no aceptar la coacción del productor ni la del consumidor, nos somete a una constante presión: hay que mejorar permanentemente para no ser desplazados del mercado, para ganarnos el favor de la gente. Es justamente por ello que el capitalismo moderno tiene esa capacidad tan extraordinaria de crear riqueza. Pero lo hace de una forma exigente, dura: siempre está ahí la amenaza de perder la empresa o el trabajo si no se está alerta. El capitalismo no es condescendiente ni amable, y por ello que es tan difícil quererlo.
De la inseguridad y las exigencias inherentes al sistema capitalista surgen los sueños de "otro mundo", donde el bienestar caiga como el maná del cielo, los derechos sean de barra libre y los fracasos no sean onerosos. Esa es la cultura de la indignación que hoy se expone sin vergüenza en nuestras plazas: se reclaman derechos pero jamás se habla de obligaciones, se culpa a terceros de los problemas propios y se pide a otras instancias que solucionen los problemas, sin siquiera organizarse los que así proceden para acudir a unas las elecciones y buscar el apoyo de la mayoría. Son, por supuesto, anticapitalistas, antiesfuerzo y antiresponsabilidad.
También están aquellos, habitualmente socialdemócratas o liberal-conservadores despistados, que sueñan con lo que John Müller con acierto llamó "el capitalismo sin ruina" (El Mundo, 19/10), es decir, sin quiebras ni crisis, sin la famosa destrucción creativa de que tanto nos habló Joseph Schumpeter. Estos soñadores quieren la libertad sin las consecuencias de la libertad, la competencia en broma, el movimiento sin fuerza motora o, para decirlo cortamente, el capitalismo sin capitalismo. Y es justamente por ello que cuando gobiernan nos llevan a la ruina.
MAURICIO ROJAS, escritor y profesor adjunto de la Universidad de Lund (Suecia).