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EL FIN DE UNA CARRERA POLÍTICA

La generación perdida

Se acabó. Ya no le queda ningún conejo en la chistera. Ni siquiera le queda la chistera. Es el final. La carrera política de José Luis Rodríguez Zapatero ha terminado.

Todavía falta la confirmación oficial de su sentencia en la edición dominical de El País. Pero eso será un mero formalismo. A partir de ese momento, volverá a sestear en la fila treinta y cinco del Congreso. Como antes. Mientras dure.

Es un fracaso personal. Pero representa más cosas. No es uno de los suyos, pero para lo mejor de la izquierda sociológica es el símbolo del fracaso de toda una generación, la de los que ahora están entrando en los cuarenta. Para esa cohorte vencida, el ayer nunca se fue y el mañana, cuando llegue, en el mejor de los casos se llamará Leire Pajín. En medio, nada, el vacío. En medio, ellos. No es para alegrarse. Desperdiciarlos, obviarlos es un lujo que tal vez el PSOE se ha podido permitir, pero España no.

“Usted está ahí gracias a Filesa”, le espetó Aznar a Zapatero en el Debate del Estado de la Nación cuando, como siempre noqueado a las primeras de cambio, daba puñetazos al aire a la espera angustiada de que sonara la campana. Y es cierto. Los miembros de esa generación política que ahora está entrando en los cuarenta descubrieron en su momento –a mediados de los ochenta– que, con apenas veinte años cumplidos, ya se podía hacer de la militancia una profesión lucrativa. Eso sólo ocurría en el PSOE. Y fue gracias a Filesa. A Filesa y a las infinitas oportunidades de promoción personal que ofrecía la puesta en marcha de la mayor transferencia patrimonial que se hubiera producido en la Península desde la desamortización de las manos muertas, en el siglo XIX: la entera privatización del Estado para, después, ofrecerlo en usufructo sólo a los incondicionales de lo que, con el tiempo, devendría en la eterna gerontocracia dominante en el partido.

Entonces, por una casualidad histórica de ésas que se producen una vez cada dos siglos, a un pequeño grupo de arribistas de la generación de sus hermanos mayores le acababa de caer todo el poder en las manos. Sin pasado de oposición a la dictadura, sin currículo profesional, sin formación, sin experiencia en nada, sin haber superado jamás ningún filtro objetivo, sin ideología alguna, sin acabar de creérselo, sólo con unas siglas históricas, en 1982 aquella gente se había tropezado con un país entregado incondicionalmente a su voluntad.

De la noche a la mañana, había desaparecido una elite dirigente marcada en sus valores personales por la ética civil católica y, en lo profesional, por una identificación con el Estado interiorizada en los altos cuerpos de la Administración, de los que procedían casi todos. Y la que acababa de aterrizar, la improvisada que se apresuraba a ocupar ese vacío, no iba a sustituir esos valores por una nueva moral laica, heredera de la Ilustración, la propia de las conductas colectivas que inspiran los principios del Estado liberal. Porque, entre ellos, los pocos que procedían de alguna tradición política llegaban con el legado del golpismo permanente, acarreaban la herencia del mito del asalto al Estado que impregnó al PSOE durante la República y ya antes, desde su fundación. Y lo único que traían era prisa para matar a Montesquieu otra vez.

Esa gran familia socialista recién constituida, desde el principio desarrolló una psicología de grupo que no era más que la racionalización de sus propias carencias. En aquella enorme agencia de colocación, inmediatamente se comenzó a teorizar el desdén por la excelencia y el rechazo del esfuerzo individual, crasas manifestaciones del elitismo insolidario que ellos estaban llamados a combatir. Y los recién llegados, los más jóvenes, necesariamente tenían que socializarse integrando la mentalidad de aquellos dirigentes para los que fuera del partido no existía nada, y detrás tampoco. O aplaudir el “ahora les toca a los nuestros” y el “si tú pudieras también lo harías”, o marcharse a sus casas; en el resultado de esa decisión empezaba o acababa su compromiso con la gran familia.

Los otros, los que dirigían todo aquello, eran el resultado de una carambola del destino. Y lo sabían. Pero los que de forma natural estaban llamados a llegar detrás, los hermanos pequeños, también formaban parte de una discontinuidad, de otra anomalía; pero inversa a la suya. Porque el grupo demográfico de los nacidos a mediados de los sesenta integra a la porción más numerosa de individuos altamente cualificados que jamás haya existido en el país. Pues bien, dentro del PSOE, los representantes de ese salto cualitativo sin precedentes en los anales son Pepe Blanco, Jesús Caldera, Rafa Simancas, Patxi López, Trini Jiménez, los balbases y Zapatero. Ellos son lo que hay, la crema, lo mejor de todo lo que el partido socialista quiso incorporar y retener en sus filas de aquel baby boom de los años del desarrollismo. Parece una broma, pero es así. Porque del contacto entre los nuevos valores que ya se habían implantado entre los jóvenes universitarios de la época –incluidos los que se sentían socialistas– y los de la gran familia, lo que quedo fue eso. Esos nombres, y punto. Porque, ahí dentro, no hay nada más.

Esos son los nombres y los apellidos de los miembros de esa generación que, dentro de aquel partido férreamente leninista, estaban dispuestos a no moverse bajo ningún concepto, durante veinte años, y a permanecer allí para poder salir en la foto algún día. Y ya lo han conseguido. Ya han salido fugazmente en la foto. Ya han demostrado cuánto valen. Ahora tienen que irse. Nadie llorará por ellos. Mañana llegará Leire Pajín. Pero antes volverá la otra generación, la de los padrinos, la que no acaba de perderse nunca. Bono, Solana, Maragall, Chaves y Belloch ya están ya han empezado a golpear la puerta con una mano; con la otra, sostienen sus chisteras. De nuevo, como siempre, ellos son el futuro del PSOE.
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