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LA GUERRA Y SU CIRCUNSTANCIA

Daños y mentiras colaterales

Cuando la prestigiosa revista científica británica The Lancet informó, a finales del 2006, de que en la guerra de Irak habían muerto 600.000 civiles, el conglomerado de los antisistema volvió a enarbolar su banderín de enganche con el estigma: "¡Genocidio!". Pero la cifra era falsa.


	Cuando la prestigiosa revista científica británica The Lancet informó, a finales del 2006, de que en la guerra de Irak habían muerto 600.000 civiles, el conglomerado de los antisistema volvió a enarbolar su banderín de enganche con el estigma: "¡Genocidio!". Pero la cifra era falsa.

El Ministerio de Sanidad de Irak calculaba entre 100.000 y 150.000 muertos, y el Iraq Body Count entre 60.000 y 65.000. Nunca se volvió a hablar de los 600.000. En las guerras proliferan los daños colaterales y también las mentiras colaterales. Mentiras que ocultan, además, que en Irak las peores matanzas son, con creces, las perpetradas por iraquíes contra iraquíes. Fenómeno que se repite, entre sectas y tribus, en Pakistán, Afganistán y otros países islámicos.

Una patada en las gónadas

El presidente Barack Obama abordó con coraje ejemplar la realidad de las guerras en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de la Paz:

Soy comandante en jefe de un ejército de un país incurso en dos guerras (...) Soy responsable de llevar a miles de jóvenes a luchar a un país distante. Algunos matarán. A otros los matarán (...) El terrorismo no es una táctica nueva, pero la tecnología moderna permite que unos cuantos hombres insignificantes con enorme ira asesinen a inocentes en una escala horrorosa. Es más, las guerras entre naciones con (...) frecuencia han sido reemplazadas por guerras en el interior de las naciones. El resurgir de conflictos étnicos o sectarios, el auge de los movimientos secesionistas y las insurgencias, los estados fallidos, todas estas cosas han atrapado (...) a civiles en un caos interminable. En las guerras, hoy, mueren más civiles que soldados.

Naturalmente, este discurso fue una patada en las gónadas de los derrotistas vocacionales y de nuestro desnortado gurú de alianzas contra natura, pero demostró, para tranquilidad de los pragmáticos, que Occidente puede seguir contando con el bastión tutelar norteamericano, cualquiera sea la idiosincrasia o la filiación partidaria de su presidente. Prueba de este afortunado monolitismo es el hecho de que, vacunado contra carantoñas, Obama trata al nada fiable gobierno actual de España con el mismo desdén con que lo trataba George W. Bush. Asimismo, el mensaje de Obama deja en claro a los secesionistas vascos y catalanes que en el mapa geopolítico de todos los presidentes norteamericanos no hay espacio para ellos, porque atrapan a los civiles en un "caos interminable".

Otra de las conclusiones del razonamiento de Obama aludía a la necesidad de repensar "la noción de guerra justa y los imperativos de una paz justa". Sólo desde esta perspectiva es posible encasillar en la categoría de mal menor los cuantiosos daños colaterales registrados en las guerras libradas durante el siglo XX y en lo que va del XXI. La Segunda Guerra Mundial fue especialmente cruel en este punto, y se saldó, para bien de la humanidad, con la derrota del nazismo, aunque –y aquí también hay que hablar de mal menor– en el bando victorioso tuviera un peso formidable el Leviatán totalitario soviético.

El mal menor

El historiador Michael Ignatieff, profesor de Derechos Humanos en la Universidad de Harvard cuyo credo liberal queda explícito en su documentada biografía del pensador Isaiah Berlin, no vaciló a la hora de elegir el mal menor cuando contestó una serie de preguntas peliagudas que le formuló el periodista español Víctor-M. Amela:

–¿Asesinar a Hitler hubiera sido éticamente aceptable como mal menor?

–Hubiese evitado 50 millones de muertos.

–¿Y era un mal menor la invasión de Irak?

–Así lo creo, y abogué por ella. Presencié el genocidio de Sadam contra los kurdos.

Eso sí, Ignatieff agregaba que asesinar a Sadam habría sido un mal menor que el desencadenamiento de una guerra.

Y la pregunta del millón:

–La bomba atómica sobre Hiroshima, ¿la consideraría un mal menor?

–Así lo consideró Truman en aquel momento, pues una invasión terrestre de Japón hubiese comportado más muertos. Pero eso es algo que jamás podremos saber.

Un japonés, el Premio Nobel de Literatura Kenzaburo Oé, lo tuvo más claro:

Si un sabio japonés hubiera inventado la bomba atómica, Japón la habría lanzado sobre Nueva York, sobre París, y no habría dudado en destruir el mundo entero.

En julio del 2007, el entonces ministro de Defensa japonés, Fumio Kyuma, debió dimitir después de afirmar que, aunque las víctimas civiles de los ataques aéreos fueron incontables, las bombas "contribuyeron a concluir la guerra".

Los energúmenos antisistema

El bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresde –una de las más bellas de Europa– en la noche del 13 de febrero de 1945, tres meses antes de que terminara la guerra, figura inmediatamente por detrás de Hiroshima en el discurso recriminatorio sobre daños colaterales. También sobresale en el catálogo de mentiras colaterales y en el argumentario del totalitarismo antisistema, sea éste de izquierda o de derecha. En 1945, Dresde tenía 600.000 habitantes, la mayoría de los cuales había huido de la ciudad. En 1946, la Cruz Roja cifró en 300.000 la cantidad de muertos. Muy pronto esa cantidad se redujo drásticamente a 100.000. Luego a 35.000. En el 2010 una comisión de historiadores que trabajó durante seis años, investigando en registros, cementerios y archivos, y consultando a 1.600 testigos directos, publicó el balance definitivo: 25.000 muertos.

Al cumplirse el 60º aniversario del bombardeo, los neonazis alemanes, encabezados por el Partido Democrático (sic) y Republicano, organizaron una concentración con música de Wagner, y levantaron cinco cruces con los nombres de Dresde, Hiroshima, Nagasaki, Vietnam y Bagdad. Los discursos estuvieron plagados de mensajes contra "la mafia de la prensa" y Estados Unidos. Las analogías entre estos neonazis atrabiliarios y los energúmenos antisistema que periódicamente practican el vandalismo en las ciudades españolas con consignas antiyanquis son tan obvias que no vale la pena explayarse al respecto.

El a la sazón canciller alemán, el socialdemócrata Gerhard Schröder, dio una respuesta contundente a estas provocaciones:

Sesenta años después del final de la contienda, vemos cómo algunos intentan instrumentalizar el sufrimiento humano. Se falsea la historia. Y se niega la culpa y la responsabilidad que la Alemania nazi tuvo en el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en el exterminio y en el terror.

Esclavas violadas

Dresde no fue la única víctima de los daños colaterales: los aviones británicos y norteamericanos arrojaron aproximadamente medio millón de bombas sobre unas 1.000 localidades alemanas, bombas que mataron a 635.000 personas. El historiador Jörg Friedrich, cuyo libro El incendio es rico en información sobre este tema, reconoce que a Churchill y a Roosevelt "no les quedó otra opción que aplastar la amenaza alemana mediante la guerra total", y consultado sobre la hipótesis de que la destrucción de Dresde pudiera ser definida como un crimen de guerra contestó:

Yo tengo otra opinión. Si el 13 de febrero Dresde no hubiera sido la ciudad aniquilada, sino que los alemanes hubieran matado a 35.000 personas en Londres, toda Alemania habría bailado en la calle. En esa guerra, los asesinatos masivos de civiles no sólo eran la práctica general de todos los líderes militares, sino una exigencia de la población civil implicada en la guerra.

¿Acaso los islamistas no bailan en la calle cada vez que Occidente sufre un atentado con victimas inocentes? Pero cuando las ofensivas militares, con los daños colaterales consiguientes, los castigan a ellos, nuestros antisistema, y sus tontos útiles, montan manifestaciones para demostrarles su solidaridad.

Antony Beevor.Antony Beevor, incansable autor de Stalingrado, de Berlín. La caída: 1945 y de El Día D y la Batalla de Normandía, hunde el escalpelo en la llaga de los daños colaterales. En su libro sobre la caída de Berlín pinta un cuadro espeluznante de las atrocidades que cometió el Ejército Rojo. Cuenta que éste provocó el desplazamiento de 14 millones y medio de alemanes, de los que murieron casi dos millones. Y los soldados soviéticos violaron a dos millones de mujeres en Alemania. "Muchos alemanes de 56 años se preguntan hoy quién fue su padre –explicó Beevor en un reportaje–. La mayoría de las violadas embarazadas abortaron, pero un estudio reveló que el 3,7% de los nacidos en Berlín durante 1946 son hijos de rusos". Y las violaciones no eran sólo producto del deseo de humillar al enemigo nazi: también violaban a las mujeres rusas, ucranianas, polacas y de otros países ocupados, que los nazis explotaban como esclavas en sus campos de trabajo.

Explicación del odio

Los daños colaterales también son los protagonistas de Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana, de Giles MacDonogh, que explora los entresijos del trato que los aliados dieron a los alemanes en sus respectivas zonas de ocupación. En verdad, este libro es un inventario de horrores que, a veces, amenaza con alterar el reparto de responsabilidades entre los agresores y depredadores, por un lado, y las potencias aliadas que los derrotaron, por otro. MacDonogh hace hincapié en los daños colaterales que acompañaron a la victoria aliada con un criterio demasiado afín al de quienes pretenden que Occidente libre la guerra contra el terrorismo y sus valedores adoptando los modales de las hermanitas de la caridad.

En cambio, el autor acierta cuando rechaza, citando palabras el filósofo Karl Jaspers, la noción de culpa colectiva:

Miles de alemanes buscaron la muerte o fueron asesinados en cualquier caso por su oposición al régimen. La mayoría permanece en el anonimato. Nosotros, los supervivientes, no buscamos la muerte. No salimos a la calle cuando nuestros amigos eran llevados lejos, y tampoco gritamos, hasta que también nos destruyeron a nosotros. Preferimos seguir vivos por la débil razón, si bien justificada, de que nuestra muerte no habría aportado ninguna ayuda. Nuestra culpa es estar vivos. Y sabemos ante Dios cuán profundamente nos humilla.

MacDonogh tampoco deja de deslizar una explicación del rigor, incluso del odio, con que procedían los aliados al adjudicar culpas y castigos:

En el caso de los rusos, los franceses, los polacos y los checos se trataba de algo comprensible. Ser ocupado es ser violado, aunque la ocupación no vaya unida a atrocidades continuas. Las atrocidades cometidas por las SS y la Wehrmacht en Polonia y Rusia fueron horrendas. Apenas sorprende que se produjeran actos de venganza. Cualquier hombre de las SS encontrado en el Este se exponía a las torturas y la muerte más tremendas.

Más adelante, el autor cuenta lo siguiente:

El 12 de abril [de 1945], el campo [de Buchenwald] recibió la visita de los tres máximos comandantes del ejército: Eisenhower, Patton y Bradley (...) Les mostraron los cadáveres de 3.200 hombres desnudos y escuálidos. Patton sintió náuseas (...) Patton le espetó a un ayudante: "¿Todavía tenéis problemas para odiarlos?".

El fuego amigo

Si los daños colaterales causan miles o millones de víctimas inocentes en el bando enemigo, el fuego amigo puede masacrar a la población civil del propio bando. Esto fue lo que ocurrió cuando los bombardeos de británicos y norteamericanos prepararon el terreno para el Desembarco de Normandía. En El Día D, Beevor relata que antes de la invasión los bombardeos aliados ya habían causado la muerte de 15.000 civiles franceses, y que después murieron otros 20.000 hasta la liberación de París. A los ingleses les sorprendió descubrir que los bombardeos aliados causaron más muertes entre los civiles franceses que las ocasionadas en Londres por las bombas alemanas en toda la guerra. Beevor añade:

Ante la petición de Churchill de minimizar las bajas colaterales, Roosevelt le contestó: "Es lamentable que la operación implique pérdidas civiles, pero no tengo ninguna intención de imponer a la acción militar la más mínima restricción que pueda entorpecer el éxito de Overlord [nombre en clave de la operación de desembarco] o de acrecentar los riesgos de pérdidas para la fuerza de invasión aliada".

El balance para los ejércitos fue igualmente demoledor. En apenas tres meses, entre heridos y muertos, norteamericanos, británicos y canadienses perdieron 220.000 soldados, y los alemanes 240.000. Según Beevor, la media de bajas fue más elevada en Normandía que en Stalingrado. Los aliados perdieron unos 2.000 hombres al mes por división, y los alemanes 2.300. En el frente oriental, los alemanes perdieron una media de 1.000 hombres y el Ejército Rojo, menos de 1.500.

Soflamas utópicas

No hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar el derrotero que habrían seguido los acontecimientos si a partir del comienzo de la Segunda Guerra Mundial los nazis hubieran contado, en la retaguardia de los países democráticos, con una red de activistas y formadores de opinión tan nutrida como la que hoy intimida a la clase política y manipula a los ciudadanos con soflamas utópicas que allanan el camino a la capitulación. Aun en 1939 existió el peligro de que la tentación de coexistir con el mal triunfara sobre la voluntad de defender los valores de la sociedad civilizada. Recordaba Stefan Zweig en su libro autobiográfico El mundo de ayer:

Si la gran masa de Londres hubiera sabido a la hora exacta de la llegada de Chamberlain en la mañana de su regreso de Múnich, centenares de miles de personas habrían invadido el aeródromo de Croydon para saludar y vitorear al hombre que, según creíamos todos en aquel momento, había salvado la paz de Europa y el honor de Inglaterra. Por la noche ya se pasaba la escena en los cines; la gente saltaba de los asientos, gritando y vitoreando, casi abrazándose.

Si hubiera prevalecido esa mistificación, hoy viviríamos sojuzgados por la fraudulenta raza superior del Walhalla ario. La perspectiva de caer en la encerrona de una Alianza de Civilizaciones que abrirá las puertas al imperio de la sharia islámica debería ser tan poco tentadora como lo fue la de capitular ante la embestida del Leviatán nazi o comunista.

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