Pueden resumirse así: al incluir el término nacionalidades, o los derechos históricos, la Constitución deja en el aire la soberanía nacional; además, abre paso a un progresivo vaciamiento de las competencias del estado central, empeorado por la creación de un Tribunal Constitucional sometido a los partidos mayoritarios; y no asegura la independencia judicial, con lo que facilita la unificación de los tres poderes, algo propio de las tiranías, según Montesquieu. Ello aparte, perturba la elección directa de representantes en la mayoría de los casos, y da un papel desmesurado a los partidos y sindicatos; e incurre en despropósitos socialdemócratas como la pretensión de garantizar a los españoles un empleo bien remunerado y una casa "digna", ideas estas últimas que por un lado no pasan de tonterías y por otro solo garantizan, en realidad, que todos los gobiernos sean inconstitucionales, ya que ninguno puede cumplir tales exigencias. Una Constitución, por tanto, deforme y peligrosa.
Por supuesto, no solo cuentan los rasgos negativos. En principio pesan más los positivos: libertades, elecciones, alternancia pacífica en el poder y otras normas generales, hasta un principio autonómico que, según se tratase, podía ser fructífero. Y ha sido la primera Constitución de la historia de España hecha por consenso y no por imposición de algún partido, lo que debía darle mucho más respaldo y solidez. Pero su articulado contenía demasiados vasos de ácido susceptibles de ser volcados y de corroer el sistema en manos de una clase política irresponsable. Que es lo que de hecho ha sucedido.
Unos amigos me argüían que, no obstante, fue la única Constitución entonces posible, precisamente porque fue producto del consenso: había que contentar a todas las fuerzas políticas del momento. Creo que esa tesis no repara en el modo peculiar como se elaboró, ni en la relación real de fuerzas. Suárez impuso a la Constitución, ilegalmente, los hechos consumados de las preautonomías, calculadas para potenciar a los partidos nacionalistas vasco y catalán, y luego creó el consejo gastronómico de Abril Martorell y Guerra –ambos más bien ajenos al derecho constitucional–, para decidir en comidas y cenas, al margen de las Cortes, artículos que luego votarían los congresistas por disciplina de partido. Lo cual daba cierto aire de farsa al proceso.
Tampoco la relación de fuerzas favorecía a la izquierda y a los nacionalistas, pues los partidos de Suárez y Fraga reunían la mayoría absoluta en las Cortes y en la ponencia constitucional. Además, aquellos apenas tenían peso, ya que la izquierda –salvo, hasta cierto punto, la comunista– y los separatismos –salvo la ETA, muy a última hora– habían casi desaparecido en el franquismo. Pero Suárez procuró distanciarse tanto de Fraga como de su propio pasado y del régimen anterior, del cual provenía en definitiva la reforma democrática; y dio el mayor protagonismo a la izquierda y a los nacionalismos regionales, ofreciéndoles más de lo que estos pedían y grandes sumas de dinero, al PNV y, según Calvo-Sotelo, al PSOE, que ya lo recibía de muchos orígenes.
Aparte de que renunciaba a la lucha por las ideas, que en cambio libraban intensamente el PSOE y los nacionalistas, esa política tenía mucho de intento de compra para asegurarse el voto positivo a la Constitución, contra la advertencia de Julián Marías: "No hay que querer contentar a quienes no se van a contentar". Como he señalado en otro artículo, tuvo también su parte en todo ello el terrorismo de la ETA, que hizo creer a unos políticos mediocres que favoreciendo a los nacionalismos moderados quitarían a los etarras argumentos y apoyos.
Los beneficiarios de tal política –que nunca habían sido demócratas– percibieron la posición de debilidad en que se colocaba a sí mismo el gobierno de UCD y presionaron hasta extremos chantajistas: Peces-Barba, ponente por el PSOE, salió escandalosamente de la comisión en un momento dado, y su partido buscó romper lo que denominaba "mayoría mecánica" de UCD-AP, tarea bastante fácil, dada la política de Suárez. Tal fue el origen de los aspectos más negativos de la Constitución.
Entender el proceso exige considerar el referéndum de la reforma democrática de la ley a la ley, en diciembre de 1976. Contra ella, la oposición antifranquista y rupturista intentó primero la huelga general y después el boicot –al referéndum–, junto con intrigas de Felipe González ante la Europa comunitaria; y sufrió una estrepitosa derrota política. La inmensa mayoría del pueblo quería una reforma democrática sin ruptura, lo que obligó a los rupturistas a moderarse. Como advirtió Torcuato Fernández-Miranda, la oposición solo aceptaría la reforma democrática si se sentía débil. Fue Suárez el encargado de transformar esa debilidad en fortaleza, de negar el origen histórico de la democracia y de promover una Constitución cuyos defectos sufrimos ahora. Al revés que Torcuato, Suárez se caracterizaba por una incultura y desconocimiento de la historia más que notables. No le gustaba mirar al pasado para aprender de la experiencia, sino proyectar sus fáciles ilusiones hacia el futuro. Actitud pueril, no rara entre nuestros políticos.
Sin conocimiento del pasado no puede haber visión de futuro. La conclusión es que otra política menos oportunista y de más altos vuelos habría logrado sin demasiada dificultad dos cosas: moderar a la oposición y elaborar una Constitución más racional y menos problemática.
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