Para los separatistas vascos y para los antifranquistas, el bombardeo de Guernica es una prueba capital de la maldad del general Franco y sus seguidores. El grafómano abertzale Iñaki Anasagasti, senador del Reino de España, llegó a calificarlo como un "antecedente primigenio de los ataques del 11-S", como recogí en mi libro Bokabulario para hablar con nazionalistas baskos.
El número de muertos y la destrucción se han elevado hasta la exageración. Muchos historiadores extranjeros de militancia izquierdista repiten las cifras de 1.654 muertos y 889 heridos dadas por el Gobierno vasco tiempo después. ¿Cómo, en un pequeño pueblo de 5.600 habitantes, se pudo registrar esa mortandad, y más teniendo en cuenta lo precario de las fuerzas aéreas de la época? ¿Por qué se olvida el bombardeo de Durango, realizado el 31 de marzo de 1937, en el que el número de fallecidos comprobado superó los 300?
Guernica asoció su nombre a un cuadro célebre y sirvió para impulsar una campaña de rearme aéreo en Inglaterra, encabezada por el periodista sudafricano George L. Steer. La única manera de justificar el número de muertos y el carácter genocida de la acción de guerra, realizada por la Aviación Legionaria (italiana) y la Legión Cóndor (alemana), consiste en recurrir a la población flotante que llenaba Guernica por su tradicional día de mercado, que se celebraba, y se sigue haciendo, todos los lunes.
La primera negación de la versión oficial
De manera asombrosa, el régimen franquista no fue capaz de estimular las investigaciones históricas y técnicas sobre la guerra. Una vez elaborado un relato (cruzada, anticomunismo, alzamiento justificado, autoridad ilegítima, persecución religiosa, conspiración extranjera, caudillaje de Franco...), se despreocupó de lo demás. Incluso la Causa General quedó incompleta. Una de las consecuencias es que fue la más activa oposición antifranquista la que generó otra narración de la guerra y la posguerra que marcó la transición. Sólo en los últimos años se han escrito investigaciones sobre asuntos silenciados por unos y otros, como la traición de Santoña, en la que el PNV abandonó a sus aliados para rendirse a los italianos; las checas en Madrid y Barcelona; la inflación en las dos zonas, la sublevación del coronel Casado y el socialista Besteiro, etcétera. El bombardeo de Guernica fue uno de esos acontecimientos entregados a la propaganda y la negación.
En la España franquista, a finales de los 60 se empezó a poner en duda la versión oficial, que consistía en la difundida en la guerra: no hubo bombardeo y la destrucción la realizaron los batallones socialistas, anarquistas y comunistas en retirada, conducta que habían cometido en otras ciudades vascas, como Irún y Amorebieta, y trataron de hacer en Bilbao, en muchos de cuyos edificios se habían picado hornillos para colocar los explosivos.
La primera negación que conozcamos aparece en el libro España en llamas, de Bernardo Gil Mugarza, publicado en 1968. La primera investigación seria la realizó el periodista valenciano Vicente Talón, cuando trabaja para el periódico El Correo Español-El Pueblo Vasco, de Bilbao. Tituló su libro Arde Guernica (San Martín, 1970), para aprovechar el tirón del ¿Arde París? de Larry Collins y Dominique Lapierre.
En ediciones posteriores, Talón cuenta que la censura amputó en torno a un tercio del texto original, pero que dejó lo que le parecía más reprochable al mando franquista: que hubiese permitido que sus aliados operasen sobre el territorio sin sujetarse a sus órdenes.
El delegado del Gobierno vasco prohibió el mercado
En Arde Guernica y en la versión posterior, El holocausto de Guernica (Plaza y Janés, 1987), Talón hace un descubrimiento que no ha sido capaz de superar el muro de mentiras, consignas y tópicos: el 26 de abril de 1937 no se celebró el tradicional mercado.
En los años de la dictadura franquista Talón encontró a quien el presidente del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre, había nombrado –el 25 de abril– delegado gubernamental en Guernica: el guipuzcoano Francisco Lazcano, que trabajaba como jefe de una empresa de cerrajería sin haber sufrido represalia alguna.
La ofensiva de los nacionales contra el frente norte, desde Eibar y Ondárroa hasta Gijón, había comenzado el 31 de marzo, bajo la dirección del general Mola, con el plan de avanzar de este a oeste y conseguir la conquista de una rica zona, con minería, ganadería, industria pesada, astilleros y población. La primera acción fue el bombardeo de Durango, a la que siguió un lento avance de los batallones, que llevaban en punta a los requetés navarros y vascos; también había unidades de voluntarios italianos, regulares (moros), legionarios y, por supuesto, falangistas y soldados normales.
La cúpula del PNV estaba en negociaciones para rendirse a los italianos a través del cónsul Francesco Cavalletti, a la vez que Aguirre clamaba por la radio que los vascos defenderían el solar de sus mayores hasta la última gota de sangre.
Lazcano, que había vivido las derrotas y las retiradas desde Irún hasta la muga con Vizcaya, conocía muy bien la potencia de la máquina bélica de Mola. Además, cuando se dirigía en coche a Guernica sufrió un bombardeo en Arbacegui-Guerricaiz (hoy Munitibar).
Nada más llegar, le contó a Talón, ordenó la suspensión del mercado, y para impedir que los baserritarras bajasen a la villa foral con sus productos (quesos, corderos, miel, pimientos, alubias...) colocó piquetes de soldados en las carreteras, los caminos y los cruces de la comarca. También prohibió la celebración del partido de pelota programado para la tarde. Aun así, varios campesinos llegaron a Guernica por caminos secundarios. Otra de sus órdenes fue la retirada de las calles de la villa de todos los vehículos de motor sin objetivo concreto.
Además, Lazcano reconoció que le había llamado por teléfono el jefe de Estado Mayor del Ejército del Norte para ordenarle que impidiese que entrasen en Guernica las tropas en retirada del frente, y que dispersase a los soldados acantonados en el pueblo por los alrededores. "En plena gestión me cogió el bombardeo", dijo a Talón.
Guernica, objetivo militar
Se quiera reconocer o no, Guernica era un objetivo militar. El general Jesús Salas Larrazábal, autor en 1987 de Guernica (Rialp), reeditado hoy, explica que allí se fabricaban bombas incendiarias del mismo tipo que las que destruyeron el lugar, que había tres cuarteles de gudaris para otros tantos batallones y siete refugios antiaéreos. Las fábricas de armamento y explosivos para el Ejército español habían hecho la fortuna de los guerniqueses, y también su desgracia.
La decisión de bombardear la tomó por su cuenta Wolfram von Richthofen, jefe de Estado Mayor de la Legión Cóndor, para cortar la retirada a los gudaris y los milicianos y dejarlos aislados; pero el ataque no produjo los efectos deseados, sólo la destrucción del pueblo, agravada por la negligencia de los bomberos, que tardaron varias horas en llegar desde Bilbao y se marcharon sin haber combatido el fuego. Según Salas,
las bombas parecieron haber afectado a unos 50 edificios y, sin embargo, casi 200 fueron pasto de las llamas. Indudablemente, los daños podían haber sido mucho menores, en otro caso.
Salas estimó el número de fallecidos en 126 a partir de los cálculos de los registros civiles, los cementerios y los hospitales. Es una cifra que jamás ha podido ser rebatida en estos años. Cada vez que alguien la recuerda provoca protestas de los abertzales, porque les rompe el discurso victimista que utilizan para convertirse en paladines de la paz.
Pese al horror que supuso para los muertos y sus familiares, el bombardeo de Guernica fue minúsculo en comparación con los que sufrieron cientos de ciudades europeas unos años después. Para acabar de ponerlo en su sitio, hay que decir que en los asaltos a las cárceles de Bilbao cometidos por las turbas y los milicianos el 4 de enero de 1937 fueron asesinadas más personas, casi 230. Pero estos muertos son políticamente incorrectos.