Agotado el modelo del padre Juan de Mariana y de su Historia General de España, repleta de mitos fundacionales y con un relato de los reinos centrado en Castilla, se impuso la necesidad de recomponer la historia de la nación. Uno de aquellos hombres de la Ilustración, el extremeño Juan Pablo Forner, mostró esta preocupación al escribir en 1788:
Las proezas y hazañas de héroes guerreros están ya sobradamente ensalzadas en millares de tomos; falta representar la vida política y ver en los tiempos pasados el origen de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos, no de los hombres en individuos, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado.
Jovellanos, más claro, sentenciaba:
La nación carece de una historia.
Los proyectos para una historia nacional de España no cuajaron hasta 1840, algo más tarde que en otros países europeos; posiblemente, como ha indicado Ricardo García Cárcel, por la imposibilidad de incluir el reinado de Fernando VII como referente político. Aparecieron aquellos años historias de autores ingleses y franceses que narraban el proceso político y social de los españoles, como la de Dunham, que prolongó Antonio Alcalá Galiano hasta 1843. Sin embargo, lo que supuso un verdadero cambio fue la publicación de la Historia general de España de Modesto Lafuente, ya que consolidó una forma distinta de interpretar la historia propia.
Es la época de historiadores como Eduardo Chao, Antonio Pirala, Martínez de la Rosa, Ortiz de la Vega, Pi y Margall, Amador de los Ríos y tantos otros que aparecieron en los años centrales del XIX, hasta Miguel Morayta y Antonio Cánovas, que dirigió una Historia de España escrita por miembros de la Academia entre 1890 y 1894.
El modelo explicativo que utilizaban seguía continuamente la tríada: Edad de Oro o Paraíso, Decadencia y Regeneración. A esto añadían el sujeto Pueblo, o Nación, que normalmente era engalanado con las más altas virtudes: honradez, bondad, laboriosidad, lealtad. Así, se hablaba de la Península fértil y rica, poblada de gente sencilla y moral, susceptible de ser invadida. El destino era la unidad, lo que casaba perfectamente con la construcción del Estado nacional en el XIX. Los momentos de decadencia se relacionaban con las épocas de corrupción –algo típico en el historicismo del Renacimiento, y luego de la Ilustración y de la revolución norteamericana–, o de dominio de un extranjero ajeno a las costumbres propias, como podían ser los musulmanes o Carlos V. Y, por último, la regeneración correspondía con el régimen liberal que se levantaba en pleno siglo XIX.
De esta manera, se ensalzaban épocas de la historia nacional como la Reconquista y el reinado de los Reyes Católicos, y a hombres como los Comuneros de Castilla, presentados como luchadores por las libertades castellanas frente al absolutismo. Es decir: apareció toda una mitología de personajes –como el Guzmán el Bueno de Manuel José Quintana– cuya vida adquiría las características propias del romanticismo y de acontecimientos a los que se daba un contenido tan liberal como nacional: por ejemplo, los asedios de Gerona y Zaragoza durante la Guerra de la Independencia, que se equiparaban a la Numancia sometida por Publio Cornelio Escipión.
Los historiadores liberales españoles del XIX cambiaron entonces el sujeto de la Historia. Ya no serían solamente reyes o santos, sino las naciones, los pueblos o sus grandes hombres los protagonistas de los acontecimientos y procesos. Además, dieron una utilidad ciudadana al saber histórico. La Historia no debía ser una sucesión de hechos, sino que debía contener una interpretación de los procesos con el ánimo de educar o convencer a la nación. Los historiadores se creyeron portadores de una misión: demostrar un principio político, una aspiración, un camino que no podía ir sino hacia la libertad. Le dieron así un sentido a los acontecimientos: la consecución de la libertad justificaba sacrificios y trabajos, revoluciones y pronunciamientos.
No había, sin embargo, un plan gubernamental o estatal para utilizar a los historiadores en pro de la nacionalización del país, o para inculcar una determinada ideología o mentalidad. Modesto Lafuente era un liberal, progresista pero de orden, muy independiente; fue sacerdote, luego periodista satírico –Fray Gerundio– y finalmente un historiador que vivió de su pluma sin depender de encargos institucionales ni tener que someterse a consigna académica alguna. Es más: los tres hombres que continuaron su Historia General no coincidían políticamente: Juan Valera era conservador; Andrés Borrego, liberal-conservador, y Antonio Pirala, progresista. Aquella obra se convirtió, como ha escrito Sisinio Pérez Garzón, en el libro de Historia de cabecera de las clases medias.
A la hora de contar la historia de su tiempo, aquellos escritores coincidían en impregnar de patriotismo liberal ese relato plagado de revoluciones y reacciones, de actos ejemplares y corrupción infame. Tan elogiosos como críticos, los historiadores liberales del XIX consideraban el amor a la patria un elemento crucial en la lucha por la libertad.
La labor de los historiadores liberales fue muy importante en el proceso de construcción del Estado nacional: sin que hubiera un plan, coadyuvaron a la modernización del concepto de nación, ofreciéndole un pasado con personajes y acontecimientos populares y un pueblo, propietario de altos valores morales, ligando al objetivo de la conquista de la libertad. El nacionalismo español del XIX no fracasó en la producción historiográfica, cuya esencia, esa idea de la nación ligada a unas leyes que la hacían libre, plenamente europea y avanzada, plagaba sus páginas.
Mucho se ha ponderado la importancia de los liberales en la construcción política del Estado y del capitalismo moderno, pero no se ha valorado lo suficiente su aportación a la creación de un imaginario común, tan necesario como la unidad administrativa o el mercado nacional. Fue una labor de los historiadores del XIX.
Es la época de historiadores como Eduardo Chao, Antonio Pirala, Martínez de la Rosa, Ortiz de la Vega, Pi y Margall, Amador de los Ríos y tantos otros que aparecieron en los años centrales del XIX, hasta Miguel Morayta y Antonio Cánovas, que dirigió una Historia de España escrita por miembros de la Academia entre 1890 y 1894.
El modelo explicativo que utilizaban seguía continuamente la tríada: Edad de Oro o Paraíso, Decadencia y Regeneración. A esto añadían el sujeto Pueblo, o Nación, que normalmente era engalanado con las más altas virtudes: honradez, bondad, laboriosidad, lealtad. Así, se hablaba de la Península fértil y rica, poblada de gente sencilla y moral, susceptible de ser invadida. El destino era la unidad, lo que casaba perfectamente con la construcción del Estado nacional en el XIX. Los momentos de decadencia se relacionaban con las épocas de corrupción –algo típico en el historicismo del Renacimiento, y luego de la Ilustración y de la revolución norteamericana–, o de dominio de un extranjero ajeno a las costumbres propias, como podían ser los musulmanes o Carlos V. Y, por último, la regeneración correspondía con el régimen liberal que se levantaba en pleno siglo XIX.
De esta manera, se ensalzaban épocas de la historia nacional como la Reconquista y el reinado de los Reyes Católicos, y a hombres como los Comuneros de Castilla, presentados como luchadores por las libertades castellanas frente al absolutismo. Es decir: apareció toda una mitología de personajes –como el Guzmán el Bueno de Manuel José Quintana– cuya vida adquiría las características propias del romanticismo y de acontecimientos a los que se daba un contenido tan liberal como nacional: por ejemplo, los asedios de Gerona y Zaragoza durante la Guerra de la Independencia, que se equiparaban a la Numancia sometida por Publio Cornelio Escipión.
Los historiadores liberales españoles del XIX cambiaron entonces el sujeto de la Historia. Ya no serían solamente reyes o santos, sino las naciones, los pueblos o sus grandes hombres los protagonistas de los acontecimientos y procesos. Además, dieron una utilidad ciudadana al saber histórico. La Historia no debía ser una sucesión de hechos, sino que debía contener una interpretación de los procesos con el ánimo de educar o convencer a la nación. Los historiadores se creyeron portadores de una misión: demostrar un principio político, una aspiración, un camino que no podía ir sino hacia la libertad. Le dieron así un sentido a los acontecimientos: la consecución de la libertad justificaba sacrificios y trabajos, revoluciones y pronunciamientos.
No había, sin embargo, un plan gubernamental o estatal para utilizar a los historiadores en pro de la nacionalización del país, o para inculcar una determinada ideología o mentalidad. Modesto Lafuente era un liberal, progresista pero de orden, muy independiente; fue sacerdote, luego periodista satírico –Fray Gerundio– y finalmente un historiador que vivió de su pluma sin depender de encargos institucionales ni tener que someterse a consigna académica alguna. Es más: los tres hombres que continuaron su Historia General no coincidían políticamente: Juan Valera era conservador; Andrés Borrego, liberal-conservador, y Antonio Pirala, progresista. Aquella obra se convirtió, como ha escrito Sisinio Pérez Garzón, en el libro de Historia de cabecera de las clases medias.
A la hora de contar la historia de su tiempo, aquellos escritores coincidían en impregnar de patriotismo liberal ese relato plagado de revoluciones y reacciones, de actos ejemplares y corrupción infame. Tan elogiosos como críticos, los historiadores liberales del XIX consideraban el amor a la patria un elemento crucial en la lucha por la libertad.
La labor de los historiadores liberales fue muy importante en el proceso de construcción del Estado nacional: sin que hubiera un plan, coadyuvaron a la modernización del concepto de nación, ofreciéndole un pasado con personajes y acontecimientos populares y un pueblo, propietario de altos valores morales, ligando al objetivo de la conquista de la libertad. El nacionalismo español del XIX no fracasó en la producción historiográfica, cuya esencia, esa idea de la nación ligada a unas leyes que la hacían libre, plenamente europea y avanzada, plagaba sus páginas.
Mucho se ha ponderado la importancia de los liberales en la construcción política del Estado y del capitalismo moderno, pero no se ha valorado lo suficiente su aportación a la creación de un imaginario común, tan necesario como la unidad administrativa o el mercado nacional. Fue una labor de los historiadores del XIX.