Emilio Mola Vidal, nacido en Cuba en 1887, hijo de un capitán de la Guardia Civil, fue uno de los militares más prestigiosos de España en el primer tercio del siglo XX. En 1909 ya estaba destinado en Marruecos y en 1912 recibió su primera herida en combate. En 1927, con cuarenta años, ascendió a general de brigada. En febrero de 1930, el Gobierno del general Berenguer le nombró director general de Seguridad; su misión principal era vigilar a la oposición, que es lo que han hecho casi siempre los servicios policiales españoles. Desarrolló tan bien su labor, y sin perpetrar brutalidades, que los republicanos le marcaron con cruces negras.
Cuando cayó la Monarquía, el nuevo régimen destituyó a Mola y le metió en la cárcel. Pese a que un tribunal le absolvió, se le consideró preso gubernativo y se le volvió a encarcelar. En 1932 se le separó del Ejército, y para vivir tuvo que escribir varios libros. Memorias de mi paso por la Dirección General de Seguridad y Lo que yo supe son dos textos entretenidísimos, con consejos sobre cómo montar un servicio de seguridad y espionaje; si no son hoy tratados como obras capitales para conocer la España de entonces se debe, sin duda, a la enemiga que aún se tiene a su autor.
La Ley de Amnistía, aprobada por las Cortes dominadas por la CEDA, permitió el reingreso de Mola en el Ejército. En noviembre de 1935 el ministro de la Guerra, el catalán de la Lliga Pedro Rahola, le nombró jefe de la circunscripción oriental del Protectorado.
En Navarra
El Gobierno del Frente Popular le consideraba un peligro, de modo que en una de sus primeras decisiones le trasladó a Pamplona, como gobernador militar. Sin embargo, allí Mola estableció lazos con los carlistas, que se habían reorganizado al proclamarse la República, y preparó la conspiración contra las izquierdas. Sus circulares las firmaba como el Director. En los meses siguientes, los planes de Mola avanzaron muy despacio; las derechas, fanáticas del orden público y de la ley, esperaban que Manuel Azaña frenase a los socialistas y los comunistas; Franco y otros generales remoloneaban en su incorporación al movimiento, y los falangistas y los carlistas sólo aceptaban participar en el golpe si se les concedía de antemano su programa. La desesperación de Mola fue tal, después de una reunión con los carlistas en la que éstos le exigieron que desde la primera hora se restableciese la bandera rojigualda y se prohibiesen los partidos, que estuvo a punto de renunciar a todo.
Sus planes eran el establecimiento de una dictadura republicana que no cambiase el régimen y cuyo modelo podía ser la existente en Polonia. El golpe consistiría en una sucesión de pronunciamientos de las guarniciones de la Península y Marruecos entre los días 17 y 19 de julio, pero fracasó. Mola esperaba una operación rápida, que impidiese al Gobierno reaccionar y a las izquierdas movilizar a sus milicias armadas, pero el jefe del Ejecutivo, Santiago Casares Quiroga, estaba al tanto de la conspiración y varios implicados se rajaron en el momento decisivo; eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Málaga, San Sebastián y Barcelona.
Mola votó por Franco
Mola quedó convertido en jefe militar de la meseta del Duero, más Navarra, Álava, Logroño, Galicia y Aragón. Envió tropas a la linde con Guipúzcoa y a Madrid, mientras esperaba que Queipo de Llano asentase su posición en Sevilla y Franco cruzase el Estrecho. El 20 de julio, en Portugal, murió en un accidente de aviación el general Sanjurjo, que iba a ser el caudillo del alzamiento. Con las dos zonas unidas, liberado el Alcázar de Toledo por Franco y tomada San Sebastián por Mola, los jefes militares de la Junta de Defensa se reunieron en una finca en Salamanca para decidir si se constituía un mando único y a quién se entregaba.
A esa reunión asistieron los generales Cabanellas, Dávila, Mola, Saliquet, Valdés y Cabanillas, Gil Yuste, Franco, Orgaz, Queipo de Llano y Kindelán y los coroneles Montaner y Moreno Calderón. Después de varias discusiones, Mola y los monárquicos Kindelán y Orgaz propusieron a Franco. Puesto su nombre a votación, sólo Cabanellas no lo apoyó: se abstuvo. El 1 de octubre se publicó el nombramiento de Franco como jefe del Estado y Generalísimo.
En los meses siguientes se detuvo el avance de los nacionales sobre Madrid, y también fracasó la ofensiva del recién formado Gobierno vasco sobre Villarreal de Álava. Franco y su Estado Mayor decidieron atacar la zona norte (Vizcaya, Santander y Asturias) para hacerse con una potente industria pesada y disponer de más tropas. A Mola, como jefe del Ejército del Norte, se le encomendó la campaña, que comenzó el 31 de marzo de 1937.
En abril de ese año se procedió a la fundación del partido único, por la unión de la Falange y de los carlistas en FET de las JONS; también ingresaron en él muchos militantes de la CEDA y alfonsinos. A fin de retrasar el avance de las tropas de Mola (brigadas navarras, requetés vascos, voluntarios italianos, legionarios y regulares), el Gobierno de Valencia desencadenó a finales de mayo una ofensiva cuyo objetivo era tomar Segovia.
El 3 de junio, en Vitoria, Mola subió a un avión con destino Valladolid para discutir con Franco detalles de las operaciones en Segovia y Vizcaya. Sin embargo, su avión se estrelló en La Brújula, en el municipio de Alcocero (Burgos). El cadáver del general se reconoció gracias a la cámara fotográfica que siempre llevaba consigo.
Enseguida, en la zona republicana se hizo circular el rumor de que a Mola lo había matado Franco para quitarse de encima a un rival. En el ABC de Madrid se afirmó que iba a presidir el primer Gobierno que se formase después de la toma de Bilbao.
Serrano Suñer hablaba así de las teorías conspirativas:
No puede extrañar, sin embargo, que, desde las posiciones de hostilidad implacable y sistemática en una guerra civil, se difundiera maliciosamente la especie de que Mola había muerto víctima de un sabotaje. Se trataba de un infundio; de una patraña deliberadamente injuriosa.
Novelas aparte, los hechos son tozudos.
Cuando Mola murió, Franco ya tenía el poder absoluto. La Administración del nuevo Estado, salvo en provincias como Navarra, Guipúzcoa y Álava, dominadas por los carlistas, y Sevilla, por Queipo de Llano, jefe del Ejército del Sur, estaba controlada por partidarios de Franco, como su hermano Nicolás, su cuñado Ramón Serrano Súñer, Pedro González-Bueno y José Antonio Suanzes.
Ninguno de los demás generales, como los monárquicos Enrique Varela, Valentín Galarza, Alfonso Kindelán y Alfonso de Orleans, los falangistas Juan Yagüe y Agustín Muñoz Grandes, y otros como Gonzalo Queipo de Llano, Fidel Dávila, Antonio Aranda y Rafael García Valiño, se sublevaron contra él, pese a que tuvieron el apoyo de Berlín o de Londres y se desempeñaron en ministerios y capitanías generales. Todo lo más se limitaron a firmar un manifiesto, a murmurar y a conspiraciones de salón.
Un ducado para su viuda
En 1948, una ley y un decreto restauraron en España los títulos nobiliarios, que la República había abolido. Franco, como jefe del Estado, se reservó la potestad de concederlos y el 18 de julio de ese año creó los siguientes títulos: Ducado de Primo de Rivera, en favor de José Antonio Primo de Rivera, que ya era marqués de Estella; Ducado de Calvo Sotelo, en favor de José Calvo Sotelo; Ducado de Mola, en favor de Emilio Mola, y Condado del Alcázar de Toledo, en favor del general José Moscardó. Tres de esos títulos fueron póstumos. José Antonio Vaca de Osma ha escrito: "Si hubo un título justificado del franquismo, fue ése".
Años más tarde, el resentimiento del PSOE de Rodríguez Zapatero llevó al ministro de Justicia Francisco Caamaño a negarse a librar carta de sucesión en este título y en otros tres concedidos por Franco. Tanto los afectados como la Diputación de la Grandeza repitieron la conducta de la aristocracia alfonsina el 14 de abril de 1931: quedarse quietos. En este caso, esperaron a que el ministro cesase.