El felipismo no pudo soportar perder el poder. La "dulce derrota" no fue más que un subterfugio, un narcótico para esconder la imposibilidad de levantar un nuevo proyecto con aquellos que creían que democracia era sinónimo de Gobierno socialista. La victoria del PP la presentaban como un tropezón que sabrían remontar, pero González no estaba por la labor. En el Debate sobre el Estado de la Nación del 11 de junio de 1997, Aznar, ya presidente, se mostró contundente frente a un González indolente al que parecía que aquello de estar en la oposición tras años de adoración generalizada no iba con él.
González decidió convocar el XXXIV Congreso del partido para el 20 de junio de 1997. El propósito era expulsar de la Ejecutiva a Alfonso Guerra y a sus seguidores. De hecho, los guerristas estaban en retroceso desde 1991, año en que Guerra cesó por el escándalo de su hermano Juan. Es más, Ciprià Ciscar, el secretario de Organización, era quien se había encargado de la campaña electoral y de dicho Congreso. Ciscar acordó con los barones del partido la salida de los guerristas, pero desconoció hasta dos días antes de la inauguración del Congreso cuál era la pretensión de González. Muy poca gente sabía que su intención era abandonar la dirección del PSOE; de manera que cuando lo dijo, aquel 20 de junio, después de más de una hora de discurso, la práctica totalidad de los 945 delegados y el millar largo de invitados se quedaron de piedra. El objetivo de decirlo por sorpresa era reducir al menor tiempo posible la guerra civil en el seno del PSOE.
Alfonso Guerra estaba decidido a romper el partido. Su marginación había enfrentado a sus seguidores, de izquierda populista, con los felipistas, que parecían sostener una socialdemocracia heterodoxa. Lejos quedaba aquello del "dos por el precio de uno" que dijo González cuando le pidieron el cese de Guerra. Los felipistas estaban utilizando el escándalo de los casos de corrupción, en especial el de la financiación del partido, que afectaba directamente a los guerristas que dominaban el aparato, para castigar a sus enemigos. Tomaron el nombre de renovadores, cuyo origen estaba en el clan de Chamartín, grupo liderado por Leguina y Almunia en 1991 para acabar con el guerrismo de Acosta en Madrid.
El problema para González era que Guerra dominaba la organización del PSOE, por lo que optó por montar en 1993 un poder paralelo basado en los barones, que se convirtieron desde entonces en los depositarios del legado de González y virtualmente en el cónclave de donde saldría el sucesor.
Esto tuvo su efecto perverso: a la división entre felipistas y guerristas se sumó la competencia entre dirigentes territoriales. De esta manera, cuando González anunció a los barones quién iba a ser el sucesor, Joaquín Almunia, hubo aceptación, pero no entusiasmo... y sí mucho recelo. Aquellos sintieron que el poder se les escapaba porque Almunia querría hacer una organización nueva, a su servicio, sin dependencias ni vigilancias y que, por tanto, arrinconaría a los líderes territoriales. A partir de entonces, los barones –Chaves, Bono, Serra, Lerma, Jáuregui, Paco Vázquez y demás– fraguaron la caída de Almunia. Éste, dispuesto a dar la batalla, se reforzó cuando felipistas como Ciscar o Rubalcaba fueron aupados a la dirección del partido. Los guerristas se excluyeron, Ibarra no quiso participar, y la sensación que dejó el XXXIV Congreso fue de profunda división.
El apaño entre unos y otros consistió en que los barones entraban en la Comisión Ejecutiva Federal a cambio de aceptar a Almunia, con lo cual éste aceptaba el mandato de los líderes territoriales.
La elección del candidato fue lo que precipitó la guerra en el PSOE. González se excluyó en octubre de 1997 a ruego de Almunia. Javier Solana, secretario general de la OTAN, dijo que no era su momento, y Bono y Chaves también dijeron no. La única solución era, por tanto, seguir la tradición del partido y que el secretario general fuera también el candidato electoral. Almunia quiso entonces reforzar su legitimidad apelando a las bases con unas elecciones primarias, procedimiento aprobado en el XXXIV Congreso –el del 97– sobre la base de la ponencia de la Secretaría de Estudios y Programas, que coordinaba el propio Almunia. El problema estaba en que debía haber un contrincante, y no se le ocurrió otra cosa que tentar a José Borrell, que en dicho Congreso había aspirado a la secretaría general y que clamaba por unas primarias.
Borrell tenía buena imagen entre las bases del partido y los medios de la izquierda, había sido ministro de Obras Públicas y Transporte desde 1991 a 1996 y contaba con el respaldo del PSC y de Izquierda Socialista. Incluso podía contar con el auxilio de los guerristas, que veían en su victoria una venganza contra el felipismo. Borrell se presentó como el cambio frente al continuismo que suponía Almunia, con si fuera un outsider, y apelando a la libertad de voto del militante frente a las consignas. Tenía imagen de jacobino –en realidad se quedaba en autonomista sin asimetrías– y de político minucioso y contundente. Su planteamiento era la renovación sin perder de vista los logros socialdemócratas en España, con el típico discurso del populismo de izquierdas: ataques al "ultraliberalismo" y el mantra de que la sanidad o la educación "no son mercancías", sino "derechos".
Los 380.000 afiliados socialistas votaron el 24 de abril de 1998. Sólo lo hizo el 54,3% del censo; el 55,1% de los votos fueron para Borrell, que venció en 16 de las 21 federaciones. Arrolló especialmente en Cataluña, a pesar de que Serra, Obiols y Maragall habían trabajado por Almunia. Comenzó a hablarse del efecto Borrell, según expresión de Luis Yáñez, que formaba parte de su equipo. Vázquez Montalbán escribió que era la oportunidad para presentarle cara al pujolismo y para que la izquierda tuviera un discurso propio que no compitiera con CiU en catalanismo. Según el CIS, el efecto se reflejó en la intención de voto, y es que el PSOE llegó a ponerse por encima del PP en aquel mes de abril de 1998.
Pero el efecto Borrell duró poco, hasta que se enfrentó a Aznar en el Debate sobre el Estado de la Nación, el 12 de mayo. A esto se añadió que Borrell se desmarcó del arropamiento que el felipismo estaba dando a los implicados en los GAL, lo que fue insoportable para la vieja dirección socialista. El fiasco fue tal, que los barones y la prensa felipista, especialmente El País, comenzaron el acoso y derribo. Borrell exigió el control de la maquinaria electoral y de la elaboración del programa, y cuando le fue negado construyó una estructura paralela, la Oficina del Candidato. A esto respondió Almunia pactando con Nueva Izquierda la candidatura a la Comunidad de Madrid sin conocimiento de Borrell. La bicefalia se demostraba imposible, así que El País destapó el 15 de abril de 1999 un caso de corrupción de dos personas cercanas a Borrell, Aguiar y Huguet, insinuando además una estrecha relación personal del líder socialista con el primero de ellos, y que su ex mujer participaba en el fondo de inversiones objeto de investigación.
Fue el detonante. Borrell presentó la renuncia un mes después para evitar, según dijo, dudas sobre su comportamiento ético o moral. "No todos los políticos somos iguales", advirtió. En realidad, dimitió porque la cúpula del partido y su órgano de prensa, El País, se habían confabulado contra él –según el diario de Prisa, "el mejor Borrell fue el de su despedida como candidato"– y porque no estaba dispuesto a asumir la presumible derrota electoral en las autonómicas y municipales de junio. Los barones y la dirección lo enterraron rápidamente, y miraron para otro lado. Nadie quiso convocar otro congreso, ni primarias, y menos ser el candidato. Bono, el señalado por muchos, lo rechazó, porque ya se había comprometido para la reelección en Castilla-La Mancha.
Después de la derrota en las elecciones de junio, Almunia convocó a los líderes territoriales, que no quisieron saber nada. Entonces abrió un plazo para que los miembros del Comité Federal propusieran candidatos. La irónica sorpresa es que en todas las papeletas se podía leer: "Joaquín Almunia". Ya estaba decidido el sacrificio del designado por González. Desesperado, a Almunia no se le ocurrió más que hacer realidad la propuesta de "la casa común de la izquierda" y aliarse con la IU de Francisco Frutos, comunista ortodoxo sin tirón electoral.
El batacazo en las elecciones del año 2000 fue de impresión: no sólo perdieron casi dos millones y medio de votos, sino que 890.000 votantes socialistas depositaron su confianza en el PP de Aznar. La generación de González estaba quemada, aunque aún quedaban el imprescindible Rubalcaba y los tres tenores: Chaves, Ibarra y Bono. La renovación había sido un fracaso en el plano político porque la aceptación de principios liberalizadores chocaba con la alianza electoral con los comunistas; también en el plano organizativo, porque los guerristas no fueron sustituidos por una estructura sólida o eficaz. Además, el ansia de poder había quedado al desnudo, mientras los casos de corrupción golpeaban a todas las facciones, y el gobierno de Aznar fomentaba el crecimiento económico.
El modelo de sucesión impuesto por González sólo para combatir el guerrismo fue un auténtico fracaso. De hecho, no se ha vuelto a emplear. Lo de la "democracia interna" no fue más que el apelativo cariñoso de una lucha encarnizada entre grupos y personalidades, sin un verdadero debate ideológico detrás. Y en esas estamos, aún.