En el siglo I a. C., precisamente cuando Hispania estaba atravesando por un proceso de romanización que marcará de manera esencial su historia, el general chino Pan-Chao obtuvo una sonora victoria contra los hunos. Al no poder éstos expandirse hacia oriente, se dirigieron a occidente, y en el curso de los siglos siguientes empujaron –o aniquilaron– a su vez a todos los pueblos que encontraron a su paso. De entre éstos, los más importantes fueron los godos –arios y de lengua europea, como el griego y el latín–, que avanzaron hacia las fronteras romanas en un intento de escapar de la presión de procedente de oriente.
A finales del siglo IV, los visigodos –los godos occidentales– llamaban desesperados a las puertas del Imperio romano suplicando que se les franqueara la entrada para así escapar del exterminio a manos de los hunos. Roma accedió –sellando así su propio destino– y el acuerdo quedó sellado formalmente en 376 entre el emperador Valente y el rey de los visigodos. Los arios recién llegados debían instalarse en la región de Mesia, actual Bulgaria, y servir allí de valladar al imperio frente a las nuevas y amenazantes migraciones. (...) En tan solo medio siglo, los visigodos no sólo abandonaron la pactada Mesia y se adentraron por los territorios del Imperio, sino que, por añadidura, cruzaron los Pirineos e invadieron una Hispania que era, ante todo, romana y cristiana.
En el año 476, un siglo justo después del pacto con los godos, el Imperio romano se desplomó en Occidente, ante el empuje de las distintas inmigraciones de pueblos bárbaros. A esas alturas los visigodos habían creado un reino que se hallaba a situado a horcajadas sobre Hispania y el sur de las Galias. En 507, derrotados por el rey franco Clodoveo, los visigodos se replegaron en las Galias y establecieron la capital de su reino en el sur de los Pirineos. Su número era escaso –en torno a los doscientos mil–, y no fueron acogidos, en general, de manera hostil por los hispanorromanos. (...) Los visigodos eran arrianos y, a diferencia de los cristianos hispanos, no creían en la doctrina bíblica de la Trinidad.
Los aportes de los visigodos fueron escasos (poco más de la alcachofa, el lúpulo y las espinacas), pero, curiosamente, de su mano vendría el nacimiento de la nación española. Como todos los arios, desde los que invadieron la India en el II milenio a. C. a los seguidores del nacionalsocialismo alemán, los visigodos no deseaban mezclas raciales, y mucho menos contraer matrimonio con la población dominada. Sin embargo, a diferencia de otras experiencias históricas paralelas, los godos encontraron en Hispania una cultura superior a la que llevaban consigo. Abrumados ante una cultura urbana que, a pesar del desplome del Imperio, seguía siendo pujante, y ante la existencia de un sistema educativo basado en las escuelas municipales, los bárbaros recién llegados del norte acabaron por absorber la cultura hispanorromana, incluida la lengua latina. Paso a paso fueron derribando las barreras que ellos mismos habían levantado frente a la población hispanorromana, y justo ochenta años después de la invasión incluso reconocieron la superioridad del cristianismo de los hispanorromanos sobre el arriano que ellos profesaban, recibiendo el rey visigodo Recaredo el bautismo.
(...) Aniquilado sin remisión el Imperio, tanto los habitantes de la península que procedían de una estirpe goda como los que hundían sus raíces en el humus hispanorromano comenzaron a considerarse miembros de una nación independiente, ya no vinculada a imperio alguno, a la que daban el viejo nombre romano, Hispania, España.
Esta conciencia de españolidad aparece de manera absolutamente irrefutable (...) en el representante más cualificado de la cultura hispana: Isidoro de Sevilla. (...)
(...) Mezcla de la herencia romana, la cristiana y, en menor medida, la germánica, consideraban entonces a España no sólo una nación, sino una nación especialmente dichosa.
(...) Sobre esa nación romanizada e independiente, con unas endebles estructuras políticas inficionadas, entre otros males, de sectarismo y antisemitismo, pero provista de una cultura en aquellos momentos incomparable, descargó sus golpes la invasión islámica.
(...) El resultado fue verdaderamente pavoroso. Sin embargo, igual que sucedería con otros momentos trágicos de su historia, si, por un lado, las instituciones se desplomaron, por otro la reacción del pueblo resultó excepcionalmente aguerrida. A decir verdad, la gesta española contra el islam carece de paralelos en la historia universal. Junto con algunas porciones de Italia y de Europa oriental, España fue uno de los escasos territorios invadidos que consiguió librarse del yugo islámico. Sin embargo, a diferencia de la Grecia del s. XIX, por citar un ejemplo, España recuperó su libertad sin ayuda extranjera.
De manera bien significativa, para los musulmanes España nunca fue una nación a la que pertenecieran, sino una porción más del dominio del islam sobre el mundo. (...) para los sucesivos invasores norteafricanos (almorávides, almohades y benimerines), España sólo fue una presa más en el camino hacia la conquista del mundo para el islam.
(...) en el mundo cristiano la situación fue contemplada de manera muy diferente. De entrada, para los poderes extranjeros resultaba obvio que España era una entidad concreta, aunque (...) dividida e invadida. No deja de ser significativo que los reyes francos, que habían convertido en marca buena parte del territorio de lo que siglos después sería Cataluña, señalaban en sus documentos que los que habitaban tanto en esa zona como en la ocupada por los musulmanes eran "españoles". (...)
No puede caber la menor duda. España era la nación situada al sur de los Pirineos, que en parte resistía al islam y en parte estaba ocupada por él. (...) El gran rey Sancho de Navarra –convertido disparatadamente en los últimos tiempos en rey de Euzkadi– se hizo sepultar como "rey de España", y señaló su vinculación con los monarcas visigodos que habían reinado siglos atrás (...)
(...) Por supuesto, esa misma idea de fidelidad a la nación española aparece en los territorios de la Corona de Aragón y, de manera especial, en lo que luego sería Cataluña. (...) Esa conciencia de que Cataluña era tan solo una parte de España y no una nación independiente la encontramos también en los reyes que ejercieron sobre ella su soberanía. (...) Cuando, en 1271, Jaime I salió del concilio de Lyon, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España". De la misma manera, cuando socorrió a Alfonso X de Castilla en la lucha contra los moros de Murcia, (...) sostuvo que lo hacía "para salvar a España". (...) En el s. XIV, el catalán Ribera de Perpejà escribió la Crònica d'Espanya señalando precisamente cómo Cataluña era una parte de esa España despedazada por la invasión musulmana, pero ansiosa de reunificación.
[...]
Fue esa España reunificada [por los Reyes Católicos] la que concluyó la Reconquista, la que logró coronar las ambiciones mediterráneas de la Corona de Aragón apoderándose del sur de Italia, la que asentó bases en el norte de África para impedir una nueva invasión islámica, la que fortaleció las alianzas europeas de Castilla (especialmente con Flandes e Inglaterra), la que tendió puentes hacia una reintegración de Portugal (...), la que frenó la amenaza francesa, que siempre había soñado con apoderarse de porciones de la Corona de Aragón, especialmente Cataluña; la que lanzó las naves hacia el Atlántico, arrebatando el monopolio de los mares a Portugal y descubriendo América; y la que creó un nuevo derecho internacional, derivado de la conquista de las Indias.
No fue el suyo un reinado sin sombras, ciertamente, y, así, el poder político, a pesar del pragmatismo maquiavélico de Fernando el Católico, no supo distinguir entre los intereses nacionales y los de la Iglesia católica, y no sólo asentó la Inquisición en territorio español, sino que además expulsó a los judíos de una España en la que estaban asentados desde varios siglos antes del nacimiento del judío Jesús. Como si de un castigo divino se tratara –así lo vieron los autores judíos de la época–, la política matrimonial naufragó en los años siguientes y las riquezas fueron muy mal utilizadas, creando más pesar que beneficio. Aún peor. La hija de los Reyes Católicos, Juana, sufrió una enfermedad mental que ensombreció la vida de su abuela y el trono español pasó a una dinastía extranjera, los Austrias. Sin embargo, no podemos detenernos ahora en esos otros capítulos de la historia de España, una nación que no surgió a finales del s. XV, sino que para aquel entonces llevaba siglos pugnando por volver a ser la nación unida que existía con anterioridad a la llegada del islam.
NOTA: Este texto está tomado del más reciente libro de CÉSAR VIDAL: MITOS Y FALACIAS DE LA HISTORIA DE ESPAÑA, que acaba de publicar Ediciones B.
A finales del siglo IV, los visigodos –los godos occidentales– llamaban desesperados a las puertas del Imperio romano suplicando que se les franqueara la entrada para así escapar del exterminio a manos de los hunos. Roma accedió –sellando así su propio destino– y el acuerdo quedó sellado formalmente en 376 entre el emperador Valente y el rey de los visigodos. Los arios recién llegados debían instalarse en la región de Mesia, actual Bulgaria, y servir allí de valladar al imperio frente a las nuevas y amenazantes migraciones. (...) En tan solo medio siglo, los visigodos no sólo abandonaron la pactada Mesia y se adentraron por los territorios del Imperio, sino que, por añadidura, cruzaron los Pirineos e invadieron una Hispania que era, ante todo, romana y cristiana.
En el año 476, un siglo justo después del pacto con los godos, el Imperio romano se desplomó en Occidente, ante el empuje de las distintas inmigraciones de pueblos bárbaros. A esas alturas los visigodos habían creado un reino que se hallaba a situado a horcajadas sobre Hispania y el sur de las Galias. En 507, derrotados por el rey franco Clodoveo, los visigodos se replegaron en las Galias y establecieron la capital de su reino en el sur de los Pirineos. Su número era escaso –en torno a los doscientos mil–, y no fueron acogidos, en general, de manera hostil por los hispanorromanos. (...) Los visigodos eran arrianos y, a diferencia de los cristianos hispanos, no creían en la doctrina bíblica de la Trinidad.
Los aportes de los visigodos fueron escasos (poco más de la alcachofa, el lúpulo y las espinacas), pero, curiosamente, de su mano vendría el nacimiento de la nación española. Como todos los arios, desde los que invadieron la India en el II milenio a. C. a los seguidores del nacionalsocialismo alemán, los visigodos no deseaban mezclas raciales, y mucho menos contraer matrimonio con la población dominada. Sin embargo, a diferencia de otras experiencias históricas paralelas, los godos encontraron en Hispania una cultura superior a la que llevaban consigo. Abrumados ante una cultura urbana que, a pesar del desplome del Imperio, seguía siendo pujante, y ante la existencia de un sistema educativo basado en las escuelas municipales, los bárbaros recién llegados del norte acabaron por absorber la cultura hispanorromana, incluida la lengua latina. Paso a paso fueron derribando las barreras que ellos mismos habían levantado frente a la población hispanorromana, y justo ochenta años después de la invasión incluso reconocieron la superioridad del cristianismo de los hispanorromanos sobre el arriano que ellos profesaban, recibiendo el rey visigodo Recaredo el bautismo.
(...) Aniquilado sin remisión el Imperio, tanto los habitantes de la península que procedían de una estirpe goda como los que hundían sus raíces en el humus hispanorromano comenzaron a considerarse miembros de una nación independiente, ya no vinculada a imperio alguno, a la que daban el viejo nombre romano, Hispania, España.
Esta conciencia de españolidad aparece de manera absolutamente irrefutable (...) en el representante más cualificado de la cultura hispana: Isidoro de Sevilla. (...)
(...) Mezcla de la herencia romana, la cristiana y, en menor medida, la germánica, consideraban entonces a España no sólo una nación, sino una nación especialmente dichosa.
(...) Sobre esa nación romanizada e independiente, con unas endebles estructuras políticas inficionadas, entre otros males, de sectarismo y antisemitismo, pero provista de una cultura en aquellos momentos incomparable, descargó sus golpes la invasión islámica.
(...) El resultado fue verdaderamente pavoroso. Sin embargo, igual que sucedería con otros momentos trágicos de su historia, si, por un lado, las instituciones se desplomaron, por otro la reacción del pueblo resultó excepcionalmente aguerrida. A decir verdad, la gesta española contra el islam carece de paralelos en la historia universal. Junto con algunas porciones de Italia y de Europa oriental, España fue uno de los escasos territorios invadidos que consiguió librarse del yugo islámico. Sin embargo, a diferencia de la Grecia del s. XIX, por citar un ejemplo, España recuperó su libertad sin ayuda extranjera.
De manera bien significativa, para los musulmanes España nunca fue una nación a la que pertenecieran, sino una porción más del dominio del islam sobre el mundo. (...) para los sucesivos invasores norteafricanos (almorávides, almohades y benimerines), España sólo fue una presa más en el camino hacia la conquista del mundo para el islam.
(...) en el mundo cristiano la situación fue contemplada de manera muy diferente. De entrada, para los poderes extranjeros resultaba obvio que España era una entidad concreta, aunque (...) dividida e invadida. No deja de ser significativo que los reyes francos, que habían convertido en marca buena parte del territorio de lo que siglos después sería Cataluña, señalaban en sus documentos que los que habitaban tanto en esa zona como en la ocupada por los musulmanes eran "españoles". (...)
No puede caber la menor duda. España era la nación situada al sur de los Pirineos, que en parte resistía al islam y en parte estaba ocupada por él. (...) El gran rey Sancho de Navarra –convertido disparatadamente en los últimos tiempos en rey de Euzkadi– se hizo sepultar como "rey de España", y señaló su vinculación con los monarcas visigodos que habían reinado siglos atrás (...)
(...) Por supuesto, esa misma idea de fidelidad a la nación española aparece en los territorios de la Corona de Aragón y, de manera especial, en lo que luego sería Cataluña. (...) Esa conciencia de que Cataluña era tan solo una parte de España y no una nación independiente la encontramos también en los reyes que ejercieron sobre ella su soberanía. (...) Cuando, en 1271, Jaime I salió del concilio de Lyon, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España". De la misma manera, cuando socorrió a Alfonso X de Castilla en la lucha contra los moros de Murcia, (...) sostuvo que lo hacía "para salvar a España". (...) En el s. XIV, el catalán Ribera de Perpejà escribió la Crònica d'Espanya señalando precisamente cómo Cataluña era una parte de esa España despedazada por la invasión musulmana, pero ansiosa de reunificación.
[...]
Fue esa España reunificada [por los Reyes Católicos] la que concluyó la Reconquista, la que logró coronar las ambiciones mediterráneas de la Corona de Aragón apoderándose del sur de Italia, la que asentó bases en el norte de África para impedir una nueva invasión islámica, la que fortaleció las alianzas europeas de Castilla (especialmente con Flandes e Inglaterra), la que tendió puentes hacia una reintegración de Portugal (...), la que frenó la amenaza francesa, que siempre había soñado con apoderarse de porciones de la Corona de Aragón, especialmente Cataluña; la que lanzó las naves hacia el Atlántico, arrebatando el monopolio de los mares a Portugal y descubriendo América; y la que creó un nuevo derecho internacional, derivado de la conquista de las Indias.
No fue el suyo un reinado sin sombras, ciertamente, y, así, el poder político, a pesar del pragmatismo maquiavélico de Fernando el Católico, no supo distinguir entre los intereses nacionales y los de la Iglesia católica, y no sólo asentó la Inquisición en territorio español, sino que además expulsó a los judíos de una España en la que estaban asentados desde varios siglos antes del nacimiento del judío Jesús. Como si de un castigo divino se tratara –así lo vieron los autores judíos de la época–, la política matrimonial naufragó en los años siguientes y las riquezas fueron muy mal utilizadas, creando más pesar que beneficio. Aún peor. La hija de los Reyes Católicos, Juana, sufrió una enfermedad mental que ensombreció la vida de su abuela y el trono español pasó a una dinastía extranjera, los Austrias. Sin embargo, no podemos detenernos ahora en esos otros capítulos de la historia de España, una nación que no surgió a finales del s. XV, sino que para aquel entonces llevaba siglos pugnando por volver a ser la nación unida que existía con anterioridad a la llegada del islam.
NOTA: Este texto está tomado del más reciente libro de CÉSAR VIDAL: MITOS Y FALACIAS DE LA HISTORIA DE ESPAÑA, que acaba de publicar Ediciones B.