Los antiguos egipcios divinizaron a los faraones, que, más que reyes, eran dioses en carne mortal que estaban de paso en la Tierra. En Roma los gobernantes empezaron a investirse de divinidad tan pronto la antigua república dio paso al Imperio. Incas, aztecas, tibetanos y chinos convirtieron a sus gobernantes en algo muy parecido a dioses, cuando no directamente en dioses. En China la filosofía política que prevalecía era la del mandato del Cielo, que era muy similar a la que, en Europa, legitimaba a la monarquía desde Arriba.
Pero, aunque parezca mentira, fue durante el siglo XX cuando el culto a la personalidad alcanzó su máximo esplendor, en buena medida gracias a la aparición de nuevas tecnologías y medios de expresión como la fotografía y el cine y, sobre todo, a la irrupción de los totalitarismos tras la Primera Guerra Mundial. Los fascistas, los nazis y los bolcheviques perdieron la cabeza con el culto al líder y a los poderosos. Sus averiadas ideologías llevaban tal veneración en el código genético, y los avances técnicos de la época hicieron realidad sus sueños idólatras.
El fascismo italiano, como en muchas de las formas externas del socialismo, fue el pionero. Mussolini se revistió de una autoridad inspirada en el culto de los antiguos césares. Los uniformes, los desfiles, el paso de la oca, los saludos romanos, todo ello marcó un estilo que los nazis no tardaron en adoptar. Los bolcheviques se distanciaron ligeramente de la estética fascista, aunque reforzaron la veneración al mandamás. Lo hicieron ya en tiempos de Lenin, pero como no vivió lo suficiente para culminar su obra, fue en la era de Stalin cuando el culto a la personalidad llegó a su máxima expresión.
La locura comenzó con los nombres del innombrable. Nadie en su sano juicio se refería a él como Iósif, su nombre de pila, sino como Stalin, su apodo revolucionario, que en ruso significa algo así como "hecho de acero". Los aduladores pronto empezaron a buscarle sobrenombres grandilocuentes, como Padre de los Pueblos, Líder y Maestro de los Trabajadores del Mundo, Titán de la Revolución Mundial, Corifeo de la Ciencia, Jardinero de la Felicidad Humana, Brillante Genio de la Humanidad, Gran Arquitecto del Comunismo o Sabio Timonel. Se utilizaban unos u otros epítetos grandiosos dependiendo de la época y la ocasión.
Al principio, el que más le gustaba utilizar para ganar legitimidad era el de Discípulo Predilecto del Camarada Lenin; luego, cuando su poderío se hizo incontestable, prefirió el de Padre de los Pueblos, que fue muy utilizado fuera de la URSS después de la Guerra Mundial, o el especialmente cómico Amigo Benevolente de Todos los Niños.
No paró ahí la cosa megalómana. Hasta dieciséis ciudades de varios países cambiaron de nombre en homenaje al líder de acero. La mayor y más famosa fue Stalingrado, a la que la Historia luego reservó un papel especialmente heroico. En Rusia, otras tres ciudades fueron stalinizadas: Staliniri, en Osetia del Sur; Stalinogorsk, a orillas del Don, y Stalinsk, en la Siberia meridional. Muchas repúblicas soviéticas se apresuraron a honrar al gran hombre regalándole una ciudad: así, Armenia le ofrendó Imeni Stalina; Tayikistán, Stalinabad; Ucrania, Stalino, y su país natal, Georgia, Stalinisi. Europa del Este no fue ajena a la moda. En 1950 la rumana Brasov fue rebautizada Orasul Stalin, y la albanesa Kusove como Qyteti Stalin. Al año siguiente el Gobierno húngaro emuló a sus vecinos fundando Sztalinvaros. En 1953, cuando el Padrecito ya había pasado a mejor vida, los alemanes del Este y los polacos impusieron su nombre a sendas ciudades: en Polonia, Katowice, una vieja ciudad prusiana, pasó a llamarse Stalinogrod; en la RDA, el Gobierno de Ulbricht le entregó una localidad de menos fuste, fundada de hecho para la ocasión, Stalinstadt. Años después, a todas hubo que buscarles nombres menos comprometidos.
Las cordilleras, en especial las soviéticas, se llenaron de picos Stalin, algunos en lugares tan distantes del Telón de Acero como la Columbia Británica canadiense, que homenajeó a Koba en plena guerra mundial. Toda ciudad consagrada al georgiano tenía su parque Stalin y su buena colección de estatuas de los revolucionarios de Octubre. Los fotógrafos inmortalizaban las inauguraciones en vistosas postales que luego circulaban de mano en mano por toda la URSS.
Por su parte, los pintores del realismo socialista retrataron mil veces la bigotuda y circunspecta estampa de Stalin. Los artistas del pincel tuvieron que reescribir a toda prisa la revolución para dar más lustre al papel que había desempaño en ella el Camarada Secretario General. Los murales hicieron las veces del casi inexistente álbum de fotos que debieron compartir Lenin y Stalin.
La fotografía era traicionera y poco recomendable. Por un lado daba una imagen fidedigna del generalmente lamentable aspecto del líder, y por otro ponía en evidencia los inexplicables cambios en el puente de mando. Los fotógrafos del Régimen hacían auténticas virguerías para quitar de las instantáneas antiguas a los caídos en desgracia.
A Stalin le gustaba verse retratado como el zar Alejandro III, que era un bigardo ancho y robusto de 1,90 de estatura. Él, sin embargo, tenía un aspecto macilento y no pasaba de los 1,68 metros... con alzas incorporadas en el talón de la bota. El milagro lo obraban los pintores y los fotógrafos, que sometían los positivos a elaborados retoques.
Durante la posguerra, la obsesión de la propaganda por Stalin llegó al paroxismo. Los escritores decían sin rubor que él sólo había ganado a los nazis, y que tenía dotes propias de un dios, como la capacidad de ver el futuro y anticiparse a él. El nuevo himno nacional, estrenado en 1944 en sustitución de La Internacional, lo citaba en este pasaje:
Stalin nos ha enseñado la lealtad del Pueblo al trabajo
Y nos ha inspirado a realizar grandes hazañas.
Después de tanta borrachera personalista, la verdadera hazaña de los ciudadanos soviéticos fue sobrevivirle. El modelo creó escuela, sobre todo en Extremo Oriente, donde lo del mandato del Cielo no se había terminado de superar. Mao Zedong y los sucesivos tiranos de Corea del Norte copiaron punto por punto el manual del culto a Stalin, desvarío con el que ni el más extraviado de los césares lunáticos hubiese soñado.