No es asunto baladí, porque la cosa ecuestre da un aspecto jocoso a un golpe de estado que, aunque ejecutado contra el cantonalismo revolucionario, pone en ridículo nuestra contemporaneidad y sirve para barbarizar a unos y ensalzar a otros. Eso me mostró que la Historia que se enseña está cruzada por dimes y diretes sin fundamento, y que derribarlos justifica el trabajo entre papeles viejos y libros que ya nadie lee.
Por supuesto, el general Pavía no entró a caballo en el Palacio del Congreso en la madrugada del 3 de enero de 1874. Esta es su historia.
Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque era un gaditano del año 1827. Siempre fue progresista, de esos a los que no les importaba alzarse en armas contra el Gobierno. Ingresó en la Academia de Artillería en plena regencia del general Espartero, en 1841. En la revolución de 1854 se mantuvo en segundo plano. Vivió el declive de Isabel II a la sombra de Prim, al que siguió en su periplo revolucionario a partir de 1866. Tras el éxito de 1868, Pavía se adhirió al partido radical, y en él continuó cuando murió Prim y la formación pasó a manos de Ruiz Zorrilla y Cristino Martos. No defendió a Amadeo de Saboya en 1873 (nadie lo hizo), sino que apoyó la solución republicana.
El ascenso al poder de los federales le dejó sin destino; y es que no le perdonaban que hubiera sofocado la insurrección federalista de Madrid, en diciembre de 1872. De ese impasse salió en julio de 1873, cuando fue nombrado capitán general de Andalucía y Extremadura. Sofocó la rebelión de los cantones de Córdoba, Sevilla, Jerez de la Frontera y Cádiz, lo que llevó al presidente Salmerón a decir: "¡Ya tenemos ejército!". El presidente Castelar le encargó en septiembre la Capitanía General de Castilla la Nueva, la de Madrid, con el objeto de tener en la capital un general que respetara la ley.
El gobierno de Castelar estaba a punto de caer, como ya conté en el artículo "Tres republicanos, o lo que es entenderse". Pavía se entrevistó con el jefe del ejecutivo el 24 de diciembre: le preocupaba el advenimiento de un gobierno federal que desarmara al Estado, lo que daría alas al cantonalismo y al carlismo en guerra. Pavía le pidió que prolongará la suspensión de las Cortes, su interlocutor se negó... y entonces aquél decidió dar el golpe. Informó a los capitanes generales del Norte, el Centro y Cataluña, así como a los jefes de los partidos constitucional y radical: si Castelar caía y se formaba un ejecutivo federal, daría un golpe de estado. Entonces, dijo, les llamaría para formar un "gobierno nacional", en el que él no intervendría.
En la sesión del 2 al 3 de enero se produjo la derrota parlamentaria de Castelar. En el gabinete de la Presidencia se reunieron Salmerón, Pi y Margall, Figueras, Guisasola y Rispa, para decidir quién sería el presidente de la República. Tras una negociación escalofriante, se decidieron por Eduardo Palanca, quien, avisado de esta posibilidad, había hecho las maletas para huir a Málaga. Le encontraron en la estación del Mediodía, y casi a rastras le llevaron a las Cortes.
La votación se inició a las siete menos cinco de la mañana del 3 de enero. El genera Pavía había sido informado de lo ocurrido, y fue con la tropa a las Cortes desde el Paseo del Prado. Colocó un par de cañones, sin carga, en las bocacalles que daban a la Puerta del Sol, y mandó a dos de sus ayudantes a que ordenaran a Salmerón que los diputados abandonaran el Palacio. Les acompañó el coronel Iglesias, del XIV Tercio de la Guardia Civil, el mismo que custodiaba el edificio. El ayudante se presentó a Salmerón, presidente de la asamblea, y le dijo que tenía cinco minutos para desalojar.
Pasado el tiempo, los Cazadores del Regimiento de Mérida, jovencísimos soldados de reemplazo dirigidos por el comandante Mesa, entraron en el salón. Al ver a la muchachada, los diputados que aún quedaban se envalentonaron y les echaron. El coronel Iglesias, que estaba en el edificio, presenció la retirada de la tropa; tomó unos cuantos guardias, disparó unos tiros en el pasillo... y sólo unos pocos diputados quedaron en el hemiciclo, entre ellos Salmerón y Castelar. Estos le dijeron a Iglesias que Castelar seguía siendo presidente, a lo cual replicó: "Ya es tarde".
El coronel Iglesias cumplió la orden. No hizo falta caballo alguno. Pavía contempló desde el exterior cómo salían los diputados. Nadie les increpó o detuvo. "Muchos de los que habían jurado morir en sus puestos –confesaba el salmeroniano Flores García– recogieron sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganaron, cabizbajos y silenciosos, la calle de Floridablanca".
Pavía se encontró de repente con la posibilidad de convertirse en dictador. Sin embargo, mandó llamar a los jefes de los partidos, como Serrano y Sagasta, y depuso la autoridad en sus manos. No aceptó ni siquiera el ministerio que le ofrecieron. Fue felicitado por los embajadores, y se convirtió en un hombre muy popular en Madrid. De hecho, no sólo era vitoreado cuando paseaba por la calle, sino que en las elecciones de enero de 1876 obtuvo 2.966 votos de los 3.054 posibles en el distrito centro de Madrid.
Una mañana de enero de 1895, su criado le encontró tirado en el suelo de su habitación. Pavía había muerto. El día antes, el 3, había almorzado con Cánovas para recordar el golpe de 1874; fue una de las pocas bromas que don Antonio se permitió. La prensa seria coincidió en el retrato. El conservador La Época decía que había sido "una garantía de tranquilidad"; el liberal La Iberia afirmaba que siempre se había guiado por el patriotismo; La Correspondencia de España dijo que era un "liberal arrojado (...) [un]político modesto en sus ambiciones, lleno de abnegación y valentía en sus hechos"; el barcelonés La Dinastía aseguraba, exagerando, que era "uno de los colosos de la Historia contemporánea"; y el liberal El Imparcial dijo que era un "ordenancista" que defendió tras el 74 que el ejército se alejara de la política.
Sin embargo, la prensa republicana no le perdonaba el episodio. El País, diario republicano progresista, decía que la "infausta jornada" fue "el prólogo de la nefasta restauración borbónica". El satírico Don Quijote decía, sin gracia, que no se sabía si había tenido tiempo para pedir perdón por "sus culpas y pecados". Por su culpa "murió la Primera República Española", le acusaba. Bueno, lo cierto es que ese régimen duró aún otro año, y que el de nuestro hombre no fue el único golpe preparado para el 2 de enero. Hubo otro.
Por supuesto, el general Pavía no entró a caballo en el Palacio del Congreso en la madrugada del 3 de enero de 1874. Esta es su historia.
Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque era un gaditano del año 1827. Siempre fue progresista, de esos a los que no les importaba alzarse en armas contra el Gobierno. Ingresó en la Academia de Artillería en plena regencia del general Espartero, en 1841. En la revolución de 1854 se mantuvo en segundo plano. Vivió el declive de Isabel II a la sombra de Prim, al que siguió en su periplo revolucionario a partir de 1866. Tras el éxito de 1868, Pavía se adhirió al partido radical, y en él continuó cuando murió Prim y la formación pasó a manos de Ruiz Zorrilla y Cristino Martos. No defendió a Amadeo de Saboya en 1873 (nadie lo hizo), sino que apoyó la solución republicana.
El ascenso al poder de los federales le dejó sin destino; y es que no le perdonaban que hubiera sofocado la insurrección federalista de Madrid, en diciembre de 1872. De ese impasse salió en julio de 1873, cuando fue nombrado capitán general de Andalucía y Extremadura. Sofocó la rebelión de los cantones de Córdoba, Sevilla, Jerez de la Frontera y Cádiz, lo que llevó al presidente Salmerón a decir: "¡Ya tenemos ejército!". El presidente Castelar le encargó en septiembre la Capitanía General de Castilla la Nueva, la de Madrid, con el objeto de tener en la capital un general que respetara la ley.
El gobierno de Castelar estaba a punto de caer, como ya conté en el artículo "Tres republicanos, o lo que es entenderse". Pavía se entrevistó con el jefe del ejecutivo el 24 de diciembre: le preocupaba el advenimiento de un gobierno federal que desarmara al Estado, lo que daría alas al cantonalismo y al carlismo en guerra. Pavía le pidió que prolongará la suspensión de las Cortes, su interlocutor se negó... y entonces aquél decidió dar el golpe. Informó a los capitanes generales del Norte, el Centro y Cataluña, así como a los jefes de los partidos constitucional y radical: si Castelar caía y se formaba un ejecutivo federal, daría un golpe de estado. Entonces, dijo, les llamaría para formar un "gobierno nacional", en el que él no intervendría.
En la sesión del 2 al 3 de enero se produjo la derrota parlamentaria de Castelar. En el gabinete de la Presidencia se reunieron Salmerón, Pi y Margall, Figueras, Guisasola y Rispa, para decidir quién sería el presidente de la República. Tras una negociación escalofriante, se decidieron por Eduardo Palanca, quien, avisado de esta posibilidad, había hecho las maletas para huir a Málaga. Le encontraron en la estación del Mediodía, y casi a rastras le llevaron a las Cortes.
La votación se inició a las siete menos cinco de la mañana del 3 de enero. El genera Pavía había sido informado de lo ocurrido, y fue con la tropa a las Cortes desde el Paseo del Prado. Colocó un par de cañones, sin carga, en las bocacalles que daban a la Puerta del Sol, y mandó a dos de sus ayudantes a que ordenaran a Salmerón que los diputados abandonaran el Palacio. Les acompañó el coronel Iglesias, del XIV Tercio de la Guardia Civil, el mismo que custodiaba el edificio. El ayudante se presentó a Salmerón, presidente de la asamblea, y le dijo que tenía cinco minutos para desalojar.
Pasado el tiempo, los Cazadores del Regimiento de Mérida, jovencísimos soldados de reemplazo dirigidos por el comandante Mesa, entraron en el salón. Al ver a la muchachada, los diputados que aún quedaban se envalentonaron y les echaron. El coronel Iglesias, que estaba en el edificio, presenció la retirada de la tropa; tomó unos cuantos guardias, disparó unos tiros en el pasillo... y sólo unos pocos diputados quedaron en el hemiciclo, entre ellos Salmerón y Castelar. Estos le dijeron a Iglesias que Castelar seguía siendo presidente, a lo cual replicó: "Ya es tarde".
El coronel Iglesias cumplió la orden. No hizo falta caballo alguno. Pavía contempló desde el exterior cómo salían los diputados. Nadie les increpó o detuvo. "Muchos de los que habían jurado morir en sus puestos –confesaba el salmeroniano Flores García– recogieron sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganaron, cabizbajos y silenciosos, la calle de Floridablanca".
Pavía se encontró de repente con la posibilidad de convertirse en dictador. Sin embargo, mandó llamar a los jefes de los partidos, como Serrano y Sagasta, y depuso la autoridad en sus manos. No aceptó ni siquiera el ministerio que le ofrecieron. Fue felicitado por los embajadores, y se convirtió en un hombre muy popular en Madrid. De hecho, no sólo era vitoreado cuando paseaba por la calle, sino que en las elecciones de enero de 1876 obtuvo 2.966 votos de los 3.054 posibles en el distrito centro de Madrid.
Una mañana de enero de 1895, su criado le encontró tirado en el suelo de su habitación. Pavía había muerto. El día antes, el 3, había almorzado con Cánovas para recordar el golpe de 1874; fue una de las pocas bromas que don Antonio se permitió. La prensa seria coincidió en el retrato. El conservador La Época decía que había sido "una garantía de tranquilidad"; el liberal La Iberia afirmaba que siempre se había guiado por el patriotismo; La Correspondencia de España dijo que era un "liberal arrojado (...) [un]político modesto en sus ambiciones, lleno de abnegación y valentía en sus hechos"; el barcelonés La Dinastía aseguraba, exagerando, que era "uno de los colosos de la Historia contemporánea"; y el liberal El Imparcial dijo que era un "ordenancista" que defendió tras el 74 que el ejército se alejara de la política.
Sin embargo, la prensa republicana no le perdonaba el episodio. El País, diario republicano progresista, decía que la "infausta jornada" fue "el prólogo de la nefasta restauración borbónica". El satírico Don Quijote decía, sin gracia, que no se sabía si había tenido tiempo para pedir perdón por "sus culpas y pecados". Por su culpa "murió la Primera República Española", le acusaba. Bueno, lo cierto es que ese régimen duró aún otro año, y que el de nuestro hombre no fue el único golpe preparado para el 2 de enero. Hubo otro.