A las personas se les puede conocer por un gesto o un acto. Y Alfonso XIII ha quedado en la historia como el rey que el 14 de abril de 1931 huyó en su coche de lujo Hispano-Suiza en dirección a Cartagena, dejando abandonada a su familia en el Palacio de Oriente. Es cierto que esa cobardía se puede achacar también a los grandes de España y al resto de la aristocracia, los cortesanos, los generales, los almirantes y a la servidumbre, que desaparecieron de palacio en cuanto el dispensador de mercedes y riquezas cayó.
Esa noche sólo quedaron 25 alabarderos, dos oficiales y un capitán para proteger al resto de la familia real: la reina Victoria Eugenia de Battenberg; el príncipe de Asturias, Alfonso, que era hemofílico y estaba en cama; las dos infantas, Beatriz y María Cristina; y otros dos hijos varones, el infante Jaime, sordomudo, y el infante Gonzalo, también hemofílico. El cuarto hijo varón, el infante Juan, estaba en la Academia Naval. Los teléfonos y los timbres, contaron luego los alabarderos, resonaban en los pasillos de palacio sin que nadie contestase. Las horas de esa noche pasaron marcadas, no por las campanadas de los relojes, sino por las pedradas en las ventanas y los golpes en las puertas.
Antes de huir, Alfonso XIII había redactado un mensaje dirigido al país, que publicó el ABC el día 17, previo permiso del Gobierno Provisional.
El ex rey comenzó su exilio en Marsella. En los días siguientes llegó a Francia su familia. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena olvidó pronto sus palabras sobre la aceptación de la pérdida del amor de su pueblo y comenzó a conspirar, la actividad favorita de los políticos españoles de la época.
Despejando la línea sucesoria
El 12 de septiembre se reunieron Alfonso y su pariente Jaime de Borbón y Borbón-Parma (1870-1931), que era el pretendiente carlista a los tronos español y francés, para unificar las dos ramas de la dinastía, la liberal y la tradicionalista, contra la República. A estos acuerdos se les denominó Pacto de Territet. Los carlistas disponían de pensadores como Juan Vázquez de Mella (muerto en 1928) y Víctor Pradera, de periódicos, de una tradición centenaria de lucha y hasta de una milicia, el Requeté, que se había vuelto a organizar con motivo de los ataques a los católicos.
Alfonso tuvo un golpe de suerte: el fallecimiento sin hijos del príncipe Jaime pocas semanas después, el 2 de octubre. La condición de rey legítimo pasaba así a Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este, hermano pequeño de quien fue Carlos VII; pero era un anciano nacido en 1849 y también sin descendencia. Por tanto, los derechos del carlismo recaerían, tarde o temprano, en Alfonso XIII. Éste quedaba así como la única esperanza de los monárquicos españoles.
El siguiente movimiento le debió de resultar doloroso, como le resultaría a cualquier padre: eliminar de la línea sucesoria a sus hijos enfermos. Durante su reinado, Alfonso se había negado a aceptar la hemofilia de su primogénito, también llamado Alfonso (1907-1938), y le trataba como si estuviera perfectamente sano. El segundogénito, el infante Jaime de Borbón y Battenberg (1908-1975), había nacido sano, pero en una operación había perdido el sentido del oído. En junio de 1933, a ambos se les persuadió, incluso con promesas de dinero, para que firmasen sendas renuncias irregulares a sus derechos dinásticos; encima, se casaron con mujeres de rango inferior, por lo que –según las reglas de la Casa de Borbón– perdían sus derechos. La condición de heredero pasó así al único hijo varón sano, Juan de Borbón y Battenberg (1913-1993), al que se hizo venir de la Armada británica, se le dio un baño de cultura general y se le casó con una prima, María de las Mercedes, el 12 de octubre de 1935.
El rey destronado intervino también en la política española. Un partido, Renovación Española, dirigido por Antonio Goicoechea y José Calvo Sotelo, un periódico, ABC, y una escuela de pensamiento, Acción Española, proponían la restauración de los Borbones, aunque adaptados a los tiempos antidemocráticos. Varias monarquías (Italia, Yugoslavia, Rumanía, Hungría) y más repúblicas (Portugal, Alemania, Polonia, Rusia, Austria) se habían convertido en regímenes dictatoriales. Sin embargo, Alfonso apoyó también a la CEDA de José María Gil-Robles, quien, pese a ser monárquico (en el franquismo fue consejero del conde de Barcelona), aceptaba la República.
El 19 de noviembre de 1931, las Cortes Constituyentes declararon culpable de alta traición a Alfonso de Borbón, confiscaron sus bienes y, en una medida propia de la Unión Soviética, le privaron –también a sus descendientes– de la nacionalidad española. Por último, cualquier español quedaba facultado para detenerle si penetraba en el territorio nacional.
Mientras las piezas se movían en el tablero de la política, el ex rey se entretuvo en el exilio con nuevas amantes (su esposa le había abandonado en el mismo 1931), viajes y cacerías. Además, dejó Francia, bajo el régimen liberal y masónico de la III República, y se trasladó a vivir a Roma, gobernada por el rey Víctor Manuel III de Saboya y el duce Benito Mussolini. Al principio disponía de dinero de sobra para financiar su tren de vida, ya que en el momento de huir su fortuna superaba los 140 millones de euros, de los que un tercio se encontraba fuera del país, tal como ha documentado el escritor José María Zavala en su libro El patrimonio de los Borbones.
Los Borbones, con el Generalísimo
La sublevación del 18 de julio de 1936 sorprendió a Alfonso de Borbón cazando en Checoslovaquia. El general Emilio Mola envió a Juan Ignacio Luca de Tena y Pedro Sainz Rodríguez a Roma, y al marqués de Valdeiglesias a Berlín (los tres, monárquicos vinculados a Acción Española), para suplicar la entrega de unos pocos aviones de guerra. El conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores italiano, aceptó hacer el envío, pero los aviones irían en barco, con lo que llegarían demasiado tarde a la zona rebelde. Entonces Luca de Tena y Sainz Rodríguez fueron en busca del único que podría presionar a Mussolini para que cambiase la orden. Los conspiradores volaron en avión al castillo del príncipe Metternich, encontraron al ex rey y le plantearon la urgencia de su intervención. Alfonso llamó personalmente a Mussolini: los aviones fueron volando a Burgos.
En la guerra, la identificación de los Borbones con los sublevados fue completa, y a algunos les costó la vida. Once de ellos murieron, ya en el frente, ya en la retaguardia roja, asesinados por su apellido. Con la aprobación de su padre, Juan de Borbón trató de unirse en dos ocasiones a las fuerzas militares del bando nacional; en la primera vez, agosto de 1936, fue expulsado de España por orden de Mola; en la segunda, diciembre de 1936, escribió a Francisco Franco, ya elegido jefe del Estado y Generalísimo, para pedirle que le dejara prestar servicio en el crucero Baleares. El general gallego le negó el permiso, lo que fue una suerte para el infante, porque el buque fue hundido en marzo de 1938 y murieron dos tercios de su dotación.
Cartas a Franco
En su hotel romano, el ex rey marcaba los avances de las tropas nacionales en un mapa y celebraba cada victoria. Con fama y hechos de avaro, como sabían sus hijos, dio dos millones de libras esterlinas a los alzados, según su tía la infanta Eulalia.
Alfonso de Borbón escribió varias veces a Franco, al que conocía desde hacía más de veinte años, y al que había nombrado gentilhombre de cámara y apadrinado en su boda, para felicitarle por victorias como la liberación de Barcelona. Franco era el único monárquico de los generales sublevados y protegió a la familia Borbón: el 18 de diciembre de 1938 promulgó un decreto-ley que anulaba la ley de las Cortes que despojaba al ex rey de su nacionalidad. En los años siguientes, el régimen franquista devolvió a los Borbones el patrimonio incautado y abonó una pensión a Victoria Eugenia.
En marzo de 1939, mientras las izquierdas se mataban entre ellas en Madrid, Alfonso declaró al diario francés Le Journal-Écho de Paris:
En estos instantes importa, más que nunca, que todos los españoles se agrupen alrededor del caudillo Franco, que ha conseguido la victoria. Yo obedeceré las órdenes del general Franco, que ha reconquistado la Patria, y, por tanto, me considero un soldado más a su servicio. (...) Mi porvenir y el de todos los españoles está ahora en las manos del general Franco.
Su primer acto público al acabar la guerra fue organizar en Roma un Te Deum en acción de gracias por la victoria de las armas de Franco. Poco después, el día 9, escribió una carta a éste en la que le proponía que se concediese la medalla de la Cruz Laureada, la más alta condecoración militar española.
Y ahora, mi General, creyéndome autorizado para ello por haber sido jefe nato de la Real y Militar Orden de San Fernando, permítame le exprese cuán dichoso me consideraría si, recogiendo el común sentir y justificado anhelo del gloriosísimo ejército de Tierra, Mar y Aire español y de todos los buenos compatriotas, viéramos sobre su pecho esa invicta y heroica condecoración, jamás tan bien otorgada al caudillo que tan brillantemente salvó a España y la llevó a la victoria.
Quizás el ex rey se hizo a la idea de que Franco restauraría la monarquía... cosa que el general haría, pero en 1969 y en la persona de uno de sus nietos. A fin de cuentas, la inmensa mayoría de los combatientes del bando nacional no había arriesgado su vida por la reposición de Alfonso XIII ni por la entronización de su descendencia.
El 15 de enero de 1941, ya agonizante, Alfonso de Borbón abdicó en su hijo Juan, y seis semanas después, el 28 de febrero, murió en su hotel. Fue enterrado en Roma. El Gobierno español decretó tres días de luto, y Franco envió una corona al funeral con este mensaje:
A S. M. el Rey Don Alfonso XIII, Francisco Franco.
Su cuerpo se trasladó a España en 1980, donde le recibió su único hijo vivo, el que nunca fue rey.