Así titula Peter Oborne su best seller sobre los profesionales de la política en Inglaterra que se aprovechan del Estado, establecen sus propias reglas y remuneraciones y obtienen tratos preferenciales de las empresas y servicios públicos. Van desnaturalizando las instituciones para favorecerse a ellos y a sus parientes, amigos y partidarios. El antiguo establishment británico, la suma de los distintos mecanismos que integran sus instituciones, altos funcionarios, obispos, almirantes y generales ha ido perdiendo relevancia y aumentando su dependencia de la clase política. El autor señala que la nueva elite es peor que la anterior: ha reemplazado el espíritu público por la concupiscencia, rapacidad y la codicia en el uso del aparato estatal. Sostiene que el Parlamento, madre de otros congresos y asambleas repartidos por el mundo, ha borrado las fronteras entre el servicio público y el interés privado de los legisladores.
En Chile hay excesos similares a los denunciados por Oborne. Incluso un subsecretario sostuvo que la meritocracia es un mito y que deben prevalecer las designaciones políticas en la administración pública. Los burócratas suelen postergar la tramitación de proyectos que benefician a los más necesitados. En plena crisis, sólo ejecutan los planes que favorecen a sus partidos. Día tras día salen a la luz pagos de empresas e instituciones públicas a funcionarios, parlamentarios y ONGs vinculadas a partidos oficialistas.
Surge la pregunta de si esta clase política es o será capaz de contener y sancionar los excesos que la desprestigian. Si persisten en protegerse, no queda más camino que la alternancia en el poder, aprobar un límite a las reelecciones, dar más transparencia a los órganos públicos y fortalecer las barreras institucionales. Ardua tarea, porque todas estas medidas preventivas y de saneamiento dependen finalmente de la voluntad de los mismos políticos que deben legislarlas y respetarlas.