A tenor de sus declaraciones al diario La Razón, se podría pensar que la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas, desconoce la sociedad en la que vive y la opinión de sus conciudadanos. Creer que la sentencia sobre el Estatuto "debería satisfacer a todos" porque "será la sentencia que demanda la Constitución" y ésta "es la norma que nos hemos dado libremente", son ganas de hacerse pasar por ingenua y pretender ignorar el hecho de que en este asunto existen básicamente dos posiciones encontradas e irreconciliables entre los que consideran que España es una nación y los que consideran que se trata de un contenedor de naciones.
Para empezar, y al margen de su contenido, una sentencia como la que nos ocupa –la más decisiva de cuantas haya dictado este Tribunal en toda su historia– no debería satisfacer a nadie con más de tres años de retraso. Pero es que además, la presidenta del Tribunal Constitucional no puede fingir ignorar que los promotores de este "Estatuto" han pretendido con él un cambio encubierto de nuestra Carta Magna. Fue uno de sus principales promotores, el presidente de la Generalidad catalana, Pasqual Maragall, quien, el 29 de marzo de 2004, con las Cortes Generales surgidas del 14-M todavía por constituir y la formación del nuevo Gobierno en fase inicial, hizo un solemne llamamiento a Zapatero desde el Consejo Nacional del PSC en el que instaba al recién elegido presidente del Gobierno español a que "no se limitara a administrar la continuidad constitucional" y llevara a cabo, por el contrario, "una nueva lectura de los textos fundamentales" y decidir "qué sigue vigente, qué estorba y qué hay que añadir a lo aprobado hace 25 años". Lo "aprobado hace 25 años" no era, ni es otra cosa que nuestra –se supone– vigente Ley de leyes , pero que el presidente socialista de la Generalidad quería dejar atrás, 25 años después, en pro de una "gran transformación política" que, según dijo entonces, "requiere el Estado español". En esta línea, Maragall animó aquel día a Zapatero a emprender, "libre de las hipotecas del PP", una "construcción política y jurídica de lo que desde el principio de la democracia estaba en la mente del PSC y de la mayoría de los españoles".
La alegría por la inesperada victoria del PSOE en esas elecciones ocultaba a Maragall el hecho de que, si bien a partir de entonces, los socialistas y sus aliados nacionalistas tenían mayoría en el parlamento para aprobar lo que a su vez aprobara el parlamento autonómico, no tenían sin embargo las mayorías cualificadas para cambiar la Constitución. Eso por no hablar del referéndum nacional que también exige la reforma. Fue este hecho el que llevó a los impulsores del Estatut a cambiar de estrategia y a fingir que el estatuto estaba "limpio como una patena" y era perfectamente compatible con la Constitución sin tener que "añadirle" ni "quitarle" nada.
Una vez redactado y aprobado ese estatuto soberanista, Maragall tuvo la honestidad intelectual –dicho sea en su descargo– de reconocer que el Estatut era "inviable" sin "una reforma previa" de la Constitución.
La pretensión de Casas, en cualquier caso, de que la sentencia "debería satisfacer a todos" es insostenible y no hace más que alimentar la generalizada sospecha de que se va a tratar de una "sentencia explicativa", de esas según las cuales cada uno puede deducir lo que quiera, lo cual en realidad no debería satisfacer a nadie.
A mí esto de las "sentencias explicativas" y de las "lecturas flexibles" de nuestra Carta Magna me recuerda una de las lúcidas reflexiones que hizo el filosofo Fernando Savater en el acto inaugural de UPyD. La ley en las democracias –vino a decir el filósofo– aparece para zanjar las discusiones, no para darles comienzo. Es decir, la gente tiene sus ideas, sus opiniones y precisamente por eso hace falta una ley para que todo el mundo sepa a qué atenerse. Si la ley se convierte en el comienzo de interminables discusiones, entonces estamos en las manos de quienes quieren atropellar nuestros derechos.
Esperemos que el Tribunal Constitucional, en su absurda pretensión de contentar a todos, no se dedique a jugar con el lenguaje y con nuestra nación. Porque, como dijo otro filósofo –en este caso, Confucio– "cuando las palabras pierden su significado, los hombres pierden su libertad".