"Pero es que ya no quieren ni leer libros", se lamentó una buena amiga. Hablábamos de nuestros hijos, de los chicos en general. Ahora son la generación del Milenio. Así los has catalogado.
Mis hijas se llevan seis años, pero la distancia se ha ido acortando con el tiempo y la música que escucha la mayor en la universidad es la misma que disfruta la más pequeña con sus compañeros de secundaria. Ambas viven conectadas a sus iPod y a veces me colocan los auriculares para mostrarme nuevos ritmos: las canciones de Kings of Leon, el Techtonic, la banda sonora del filme Nick & Nora’s endless playlist. Cuando no están enganchadas al prodigioso aparato ideado por Steve Jobs, envían desde sus móviles mensajes de texto que escriben con la ayuda de un dedo gordo que ha ido mutando para adaptarse al ejercicio del text messaging. Mis hijas ven películas en la pequeña pantalla de sus ordenadores, que también hace las veces de libro virtual donde aparecen los textos de algunas de mis novelas predilectas cuando era adolescente. Así son estos muchachos del Milenio.
Pienso en las palabras de mi amiga y les pregunto a mis hijas si hay algo de verdad en el lamento de esta mujer perpleja por el vértigo de los cambios generacionales. Ambas se defienden como gatos panza arriba ante lo que ellas consideran una falta de visión, una incomprensible desavenencia por parte de la gente de mi edad. Ellas leen a su manera, sienten placer con su música, aman el cine pero con otras dimensiones, no conversan por teléfono, sino que pertenecen a la aldea global de Facebook y de Twitter. Son móviles, portátiles, fugaces. Criaturas del Milenio.
En mi juventud estuve más cerca de mis padres de que lo que mis hijas pueden estarlo de mí y hay razones para ello: el mundo no cambió tanto ni tan rápido entonces como ahora. De niña llegué a tener un tocadiscos, compraba libros de Guillermo el Travieso en la librería del barrio, vi la televisión en blanco y negro y me llevé a la universidad una máquina de escribir Smith Corona cuyo gran avance consistía en que era eléctrica. Mis recuerdos de la niñez se revelaron en los mismos tonos sepia que los de mis padres. No hubo abismos entre una generación y otra, sino saltos o montañas escalables. Pero la generación del Milenio se desplaza en cohete y su espacio sideral ya no pertenece a la era de Acuario sino a la era Virtual. Seguirlos es como perseguir en bicicleta una estrella que viaja a años luz. Desde su universo nos contemplan como un astro condenado a la extinción.
Mi hija pequeña está leyendoCrimen y castigoen su clase de literatura. Le pregunto qué le parece la novela de Dostoievski y me dice que no le apasiona. Le molestan las morosas descripciones que a ella le parecen innecesarias. Estoy a punto de soltarle un sermón sobre el indiscutible genio del escritor ruso pero opto por seguir escuchándola: habla con propiedad y ninguno de sus juicios resulta descabellado. Simplemente no le atrae demasiado la historia de Raskalnikov. En el canal de Turner Classic Movies ponen una vieja comedia de Barbra Streissand. La invito a verla conmigo. Mi hija duda por un momento. La esperan el chat en el ordenador, el móvil, el iPod, los iTunes. Decide arroparse junto a mí en el sofá y terminan por hacerle gracia los enredos que se suceden en esta película de los setenta. Alguien le envía un mensaje de texto que ella, entretenida con el filme, no contesta. Por unas horas nuestros planetas se alinean. Me pregunto de qué color serán sus recuerdos.