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Gina Montaner

Steve Jobs o la novela de su vida

Muchos se lamentan de que Steve Jobs se ha llevado consigo secretos de futuras invenciones de las que ya no podremos disfrutar. Pero el gran enigma que ocultó hasta su trágico final fue la novela de su vida.

No lo conocíamos personalmente pero Steve Jobs consiguió ser parte de nuestras vidas. Durante mucho tiempo apenas supimos nada del genio distante que fundó Apple, pero poco a poco, en nuestros hogares se instalaron los primeros Macintosch, los Mac, iPods, iPhones, iPads. El sugestivo y sencillo logo de la manzana nos enganchó y sus diseños, tan bellos y funcionales, acabaron por seducirnos irremediablemente.

Cuando comenzaron a circular los rumores acerca de su frágil salud, se dispararon los detalles más íntimos de este Howard Hughes del mundo tecnológico. Hasta entonces su imagen había sido difusa: la de un hombre polémico que, con sus sobrios jerséis negros de cuello vuelto, se daba más un aire a Star Trek que al clásico nerd informático que abunda en Silicon Valley.

Así fue cómo, más allá de los formidables juguetes que nos legó en esta era de poemas en 140 caracteres sobre pantallas planas, conocimos al Steve Jobs que se ocultaba detrás del gesto adusto y el aspecto de monje budista. Al final, ahora que este mago se ha retirado al eterno paraíso de sus entelequias, lo más significativo de su vida fue aquello de lo que se negó a hablar. Lo que nunca dijo. Todos los silencios de un pasado que quedó oculto entre los brillantes colores de los gadgets que nos regalaba como un Papá Noel dispuesto a complacer todos nuestros caprichos consumistas.

Los orígenes de Steve Jobs fueron lo contrario de sus diseños sencillos y user friendly: una complicada trama digna de una novela de John Irving. Una saga interminable con personajes que se encuentran y se desencuentran a lo largo de décadas. Hoy, con los establecimientos de Apple transformados en santuarios donde los fans depositan flores y manzanas para el difunto, se desentraña la fulgurante trayectoria de una figura que siendo un bebé fue abandonado por sus padres biológicos: dos brillantes estudiantes universitarios que, a finales de los años cincuenta, dieron en adopción al pequeño Steve. En aquel tiempo Joana Simpson y el sirio Abdulfattah John Jindali pensaron que el bebé sería un estorbo para su brillante futuro, sin alcanzar a comprender que su mejor y más perfecta obra era aquel niño.

¿Y cómo pudieron imaginar Clara y Paul Jobs, la pareja que adoptó al chiquillo, que en el garaje de su hogar de clase media su hijo revolucionaría el mundo con unos ordenadores cuyo diseño prendió en la imaginación colectiva? ¿Cuántas veces el matrimonio Jobs se preguntó si el talento del muchacho provenía de la crianza y los valores que le habían trasmitido o de los genes de dos mentes privilegiadas pero incapaces de asumir la responsabilidad de ser padres?

Debieron ser miles las preguntas que se hicieron Clara y Paul Jobs. Tantas como las que debieron formularse Joana Simpson y Abdulfattah Jandali cuando se enteraron de que la criatura que habían cedido era el famoso y multimillonario cofundador de Apple. Pero fueron muchos más los interrogantes a los que se enfrentó Steve Jobs cuando supo su verdadera historia y se enteró de que sus padres biológicos llegaron a casarse y tuvieron otra hija, la conocida novelista Mona Simpson, a la que sí criaron juntos hasta que se separaron años después.

Mientras Jobs consumía sus días y sus noches adelantándose con sus innovadores proyectos a los deseos de los usuarios, en su mente perfeccionista y maravillosa bailaba su desordenado árbol genealógico. Tal vez su meticulosidad, su afán por el orden y la simplicidad, eran la conjura que espantaba los abigarrados demonios de algo que siempre resulta inexplicable y doloroso: el rechazo de quienes te traen al mundo, desprovistos de los mecanismos naturales que los vinculan a la criatura indefensa que concibieron. Y así fue cómo este niño prodigio fue abandonado a su suerte en el bosque.

La capacidad de sobreponerse a la adversidad que demostró Steve Jobs debería ser suficiente para descalificar cualquier teoría determinista en esta historia que, como toda gran narración, presenta obstáculos antes de que el protagonista salga vencedor. Sin embargo, como si no hubiese cabida para moralejas, cuando su novia de juventud le anunció que estaba embarazada, éste, como habían hecho sus padres, negó su paternidad y rechazó a la niña que nació de ese amor. La maldición se repetía.

Pasados los años, el gran artífice de Apple reconoció a Lisa Brennan-Jobs y la acogió en el seno de su nueva familia. También restableció relaciones con su madre y desarrolló fuertes lazos con su hermana la novelista. De quien nunca quiso saber nada fue de Abdulfattah Jindali, a pesar de que le envió numerosos mensajes de contrición que no lograron ablandar el corazón de su hijo.

Muchos se lamentan de que Steve Jobs se ha llevado consigo secretos de futuras invenciones de las que ya no podremos disfrutar. Pero el gran enigma que ocultó hasta su trágico final fue la novela de su vida. Irving la habría escrito. Y antes que él, el gran Charles Dickens.

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