Así es. Hoy en día es mejor callar y no dejar que los sueños vuelen alto delante de los compañeros de trabajo. La crisis arrecia, no hay manera de pagar las hipotecas de unas propiedades que no valen nada y el desempleo podría aumentar a la sombra de una recesión que no escampa. Es cierto. Sería mejor optar por el silencio a la hora de fantasear con días de asueto a orillas del mar o viajando por el mundo.
De siempre se ha sabido que mientras los europeos trabajan para vivir en Estados Unidos lo común es vivir para trabajar. Los oficinistas están orgullosos de comer un emparedado amarrados a sus escritorios y una buena recomendación tiene mucho que ver con la capacidad de horas extras que el empleado está dispuesto a echar. Y ahora, más que nunca, con la melancolía que provoca esta precaria situación económica, los trabajadores están dispuestos a dejarse la piel para que no los confundan con elementos insurrectos propensos a las ensoñaciones.
De acuerdo a una encuesta de la empresa StudyLogic realizada con 1.500 personas, más de la mitad de los estadounidenses no se toma todos los días de vacaciones a los que tiene derecho, y cuando por fin consigue hacerlo la mayoría permanece en constante comunicación con la oficina por medio de los diabólicos Blackberry. Un 27% de los encuestados dijo tener un máximo de 10 días libres al año y un 20% sólo cuenta con unos 3 días para descomprimir. Entretanto, los europeos continúan luchando como gato panza arriba por mantener las cuatro semanas de vacaciones que les permiten cargar las pilas y abandonarse al dolce far niente antes de reincorporarse a los rigores diarios del cubículo y las luces de neón. No sólo la dieta mediterránea es la receta de franceses, italianos y españoles para ser longevos. Está claro que los descansos más prolongados y la posibilidad de cortar con el estrés también contribuyen a una mejor calidad de vida, que no siempre se traduce en un mayor número de bienes acumulados, más sueldo o tener la dicha de ser nombrado empleado del mes.
Bien, hay temor en la fuerza laboral y al parecer cada vez hay más gente dispuesta a renunciar a la totalidad de sus días de ocio para hacer méritos ante los jefes y garantizar su puesto. Eso indica el estudio y lo refuerza una conversación que escuché en un restaurante: dos señores trajeados comían deprisa y corriendo. Uno le decía al otro, "Ni lo dudes. Contrátalo. Es el tipo de empleado que no va a estar pidiendo días libres y siempre se queda el último en el despacho. Una joya." Los dos señores encorbatados no hablaron de la experiencia o los conocimientos del candidato, sino de su infinita capacidad de sacrificio y de cómo podían doblarle el lomo sin escuchar una fastidiosa queja.
Es magnífico tener un buen trabajo y aspirar a ascender profesionalmente, pero en alguna parte del disco duro debe instalarse la tristeza definitiva si el tiempo se escurre entre pantallas de ordenadores y lápices afilados. Soñar es tener derecho a escapar sin pagar por ello con miradas condescendientes y evaluaciones roñosas. Y para que el sueño se perciba como real hay que estar rodeado de palmeras. Huido en Venecia. Asombrado en Mumbai. Dormitando en la Riviera Francesa. Saboreando una Sacher Torte en Viena. Comprando en el Duty Free del aeropuerto de Frankfurt. Enamorándote de nuevo en Bora-Bora. Feliz porque perdiste el vuelo que te llevaba de regreso a casa. Al trabajo. A la rutina.
Son malos pensamientos en tiempos malos que se deben apartar con el espanto de los despidos y recortes. Pero, al llegar vencidos a la edad de la jubilación ¿cómo se digiere el recuerdo de una vida donde apenas hubo tiempo para las aventuras que inundan los sentidos? El estudio en cuestión concluye que los estadounidenses son adictos al trabajo. Debe ser la única adicción por la que te premian. Habrá que seguir soñando por lo bajito.