A medida que los candidatos presidenciales llegan a la recta final de tres meses a las elecciones de noviembre, Barack Obama debe de preguntarse: Si eso no sirvió para conseguirlo, ¿qué se necesitará? El antecedente del pronombre "eso" es su discurso de Berlín, el del átono "lo", aliviar las inquietudes motivadas por su interpretación de la necesidad de complementar el poder blando (la diplomacia) con el duro (la fuerza militar).
En Berlín habló en el sillar desfigurado por las balas de un monumento de 1873 al militarismo alemán –ahí se produjeron hace 63 años tiroteos ocasionados por el avance de las tropas rusas hacia el búnker de Hitler, situado más o menos a una milla de distancia–. Siendo precisos, el monumento conmemora la Guerra Franco-Prusiana y otros triunfos menores del militarismo con los que el siglo siguiente daría al traste. De todas formas, en ese monumento Obama exhortó a los alemanes (¿aprecia el candidato del "cambio" lo beneficioso del cambio que hizo esta exhortación necesaria?) a estar más dispuestos a emprender la guerra en Afganistán. Razón tenía al hacerlo.
Pero las encuestas realizadas desde su viaje al extranjero no indican que Obama haya tenido éxito a la hora de alterar el aspecto más peculiar de esta campaña presidencial: comparado con la presencia creciente de su partido en todas las regiones y a todos los niveles, él se desenvuelve de una forma dramáticamente deficiente. Ciertamente este hecho está relacionado con las inquietudes motivadas por su escaso historial en asuntos de seguridad nacional, el más débil de cualquier candidato importante de su partido desde Wendell Wilkie en 1940. Pero el hecho también podría estar relacionado con el cansancio con la mucha elocuencia de Obama, que comienza a sonar manida y superficial.
Hasta un político elocuente puede convertirse, tal como describía Benjamin Disraeli a William Gladstone, en "un sofisticado retórico embriagado por la exuberancia de su propia verborrea." John Kennedy decía en Berlín que "La libertad es indivisible, y cuando un hombre es sometido, es como si todos lo fueran". Ese pensamiento mal redactado y a medio hacer resulta trivial por tautológico (cuando un hombre es esclavizado, no todos los hombres son libres) o absurdo (cuando un hombre no es libre, ningún hombre es libre). Esa tontería es peligrosa porque hace que una misión colosal parezca algo obligatorio, lo mismo que el segundo discurso de apertura de mandato de George W. Bush: "La supervivencia de la libertad en nuestro país depende cada vez más de su éxito en otros países."
¿Cuenta Obama con el tipo de asesor que más necesita un candidato, alguien lo bastante frío como para decirle cuándo se ha pasado de frenada? Si es así, a Obama se le debería decir: ya basta del "nosotros somos los que esperábamos", ese algodón de azúcar retórico que eleva el narcisismo a la categoría de filosofía política. Y nada de "ciudadanos del mundo" o "ciudadanía global". En caso de que esas expresiones signifiquen algo en Berlín, quieren decir que Obama deseaba que los berlineses supieran que él es orgullosamente cosmopolita. Sin embargo, el cosmopolitismo no es un activo político para los candidatos presidenciales norteamericanos. Y para Obama es el menor de todos, pues su necesidad más perentoria es parecer cómodo con el vibrante y muy anti-europeo patriotismo americano, enraizado en la noción de excepcionalismo virtuoso.
De lo contrario, "ciudadano del mundo" y "ciudadanía global" son, estrictamente hablando, estupideces. La ciudadanía se define en virtud de atributos legales y la lealtad a una entidad política con un régimen y una cultura concretos. Ni el mundo ni el planeta son una entidad así.
En Berlín, Obama se acercó a la parodia de sí mismo con una retórica de Que no me deje ni una metáfora. ¿"Muros"? Abajo con ellos. ¿"Puentes"? Construir nuevos entre esto y aquello. ¿"Un nuevo amanecer"? Oriente Medio se merece uno. Berlín fue el lugar equivocado para instar a "rehacer el mundo una vez más." El Berlín moderno se levantó de los escombros resultantes de la última tentativa de rehacer "el mundo."
Por supuesto, viniendo de Obama, tales discursos, aunque estúpidos, no resultan amenazadores, o no más de lo que lo fue que Ronald Reagan estuviera incorregiblemente apegado a la propuesta menos conservadora, y por tanto más absurda destilada nunca por un filósofo político, el "está en nuestras manos empezar el mundo desde cero" de Thomas Paine. No señor. El mundo es un hecho y los hechos son cosas muy obstinadas. Después de ocho años, si es que llega a haberlos, de una presidencia Obama, si es que puede describirse así, con suerte el mundo no tendrá un aspecto muy distinto al de hoy.
Los cambios rápidos y arrolladores son casi siempre consecuencias desastrosas de calamidades, a menudo de guerras y en ocasiones de personas decididas a "rehacer el mundo". Los electores inteligentes (las encuestas nos podrían estar diciendo que hay más de los que Obama cree) suspiran por candidatos cuya promesa principal sea que lo hará lo mejor que pueda para salir adelante sin romper demasiados huevos en el camino.