Se equivocan los ingenuos que celebran la llegada de una transición que nos llevará a una democracia con final feliz. Se dividen en dos grupos: los que lo hacen inconscientemente, desactivando mentalmente el peligro que suponen los Hermanos Musulmanes como si no existiesen y no tuviesen intención de devorar a los entusiastas jóvenes que iniciaron desde Facebook la revuelta; y los que aún están más equivocados, pero lo están con más malicia, porque no se engañan sobre la posibilidad enorme de que la Hermandad alcance el poder, pero no les parece mal y lo consideran beneficioso. A esta versión del engaño se adscribe la izquierda europea, que está encantada de que en Egipto suba al poder un grupo revolucionario caracterizado por el odio a Israel, a Estados Unidos y a los "cruzados cristianos", sobre todo si por ahora no degüella. Así, El País defiende ya esta posibilidad mediante la pluma de un famoso islamista.
No obstante, también discrepamos de quienes ven irremediable la caída de Egipto en manos de tan peligrosos déspotas. Egipto estará todo lo atrasado que se quiera, el islam presentará tantos problemas para la democracia como de hecho nosotros creemos que presenta, pero lo único claro es que quienes iniciaron la revuelta lo hacían pensando en ser como Francia, no como Irán. Es cierto que la presencia islamista ha ido creciendo desde el principio, y han sido los días de oración cuando más andanadas se han soltado sobre Mubarak. Y por supuesto los islamistas son la fuerza mejor preparada y organizada, además de la que está más dispuesta a usar la violencia contra los demás. Pero el origen de la protesta muestra que hay vida más allá del islamismo. Y esa es la que nos debe interesar.
En fin, esto no ha hecho más que empezar, el marcador está a cero y ni los islamistas tienen una capacidad tan enorme como para hacerse indudablemente con el poder, ni la menguada oposición "liberal" está tan débil como para ser arrasada indefectiblemente. Ambos van a pasar de ser aliados a ser rivales, y a medio o largo plazo, enemigos, porque los Hermanos Musulmanes no podrán repartir el poder o convivir con nadie. Hasta entonces, el ejército se sitúa entre ambos y sobre ellos. El régimen de Mubarak es de hecho el del ejército, y éste mantiene el poder y se reserva dirigir la transición, lo que implica elegir hasta dónde llegar. Poco tendría de particular que todo haya cambiado para evitar que nada cambie y la revolución se quede en nada con el paso del tiempo. Pero si somos sinceros, es difícil saber hasta dónde llegará el cambio, porque muchas veces ni los protagonistas lo saben.
¿Y ahora? No podemos elegir el régimen que a los egipcios corresponde elegir. Pero debemos al menos tener las cosas claras nosotros y dejárselas a los que vengan.
Primero, tengamos claro que en Egipto vencerán no los que tengan la razón, sino la fuerza. No siempre coinciden y en los países árabes menos aún. El que sea más hábil y más fuerte se hará con el país. Sin fuerza, los demócratas perderán.
Segundo, los más poderosos –siempre suponiendo que el ejército se haga a un lado– son los Hermanos Musulmanes: con un 30% de apoyo, incluso con menos, pueden perfectamente hacerse con el control, a medio o largo plazo.
Tercero, el islamismo triunfa a veces brutalmente al modo revolucionario iraní. Otras veces llega al poder democráticamente y desata una violencia salvaje contra los demás, como Hamás en Gaza. O incluso lleva a cabo un proceso de involución islamista, como Erdogan en Turquía. Su fin, la República Islámica de Egipto, es lo que no cambiará.
Cuarto, por lo tanto Occidente no puede perder de vista que, desaparecido Mubarak, los enemigos de la democracia son los Hermanos Musulmanes. Ya no vale la excusa de que Mubarak era la excusa. La alternativa es islamismo o democracia. No hay término medio.
Quinto, hay un número nada despreciable de partidos, grupos, políticos y activistas, sumamente heterogéneos y divididos que son inequívocamente no islamistas. Identificarlos, reconocerlos como tal y reforzar su posición es un deber occidental. Ellos deben ser nuestros interlocutores.
Sexto, el ejército puede y debe pilotar una transición en la que debe huir de dos extremos: el inmovilismo autocrático y la permisividad hacia el islamismo. No debe ser neutral, sino que debe favorecer a aquellos que buscan una reforma pacífica ordenada, con vistas a un régimen más abierto que el anterior. La exigencia, en primer término, debe ir hacia ellos.
Séptimo: lo ideal para Egipto sería un régimen con una democracia representativa, una transparencia institucional, una apertura económica y un respeto a libertades mínimas. Siendo realistas, estos ideales no se cumplirán, y con suerte sólo en parte, pero hay que exigir que se avance inequívocamente hacia ellos. Con el ejército será difícil. Con los Hermanos Musulmanes, imposible.
Octavo, cuidado con los hombres de paja, y El Baradei lo es. Sin fuerza ni apoyo real, se ha lanzado en brazos de los Hermanos Musulmanes para intentar lograr el poder. Hay que ser extremadamente exigentes con él, dados los antecedentes, porque se dejará arrastrar.
Noveno: un Gobierno débil, que no pueda o no quiera controlar al islamismo por estar apoyado o formado por los Hermanos Musulmanes, tendrá como consecuencia un aumento de la conflictividad al este, en el Sinaí. El reconocimiento de las fronteras de Israel debe quedar claro desde el principio.
Y décimo: no será Occidente el que lleve la democracia a Egipto, sino la derrota de los Hermanos Musulmanes por los demás. Pero, dada la relación de fuerzas, no llegará sóla ni será posible sin que Estados Unidos y Europa decidan que están del lado bueno. Demasiadas veces se han puesto del lado del fuerte antidemócrata: ¿se van a poner de parte de los Hermanos Musulmanes o de sus futuras víctimas?