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La visita ha quedado desvirtuada por el provincianismo de los gobiernos autonómicos catalán y gallego, que la han convertido en algo sin fuerza ni ímpetu, limitada al ámbito local.

La visita de Benedicto XVI no ha supuesto un fiasco, pero casi. Hay varias razones que explican que la visita no pueda ser celebrada como debiera haber sido.

En primer lugar, la visita ha quedado desvirtuada por el provincianismo de los gobiernos autonómicos catalán y gallego, que la han convertido en algo sin fuerza ni ímpetu, limitada al ámbito local. Sin proyección nacional, la visita ha mostrado la avanzada ruptura espiritual de la comunidad española: el resto de España se ha sentido poco interesada en la visita papal, y se ha mostrado apática y aburrida. El fracaso en términos de asistencia y movilización ha estado íntimamente relacionada con esta aproximación localista y provinciana. Ha sido la constatación religiosa del grave problema autonómico.

En segundo lugar, la visita ha quedado desvirtuada por la clase política, que ha acaparado zafiamente los actos. Causaba pavor ver a cristófobos convencidos atosigar al Papa para salir en la foto o en la televisión, y casi tanto observar a la derecha que lo consiente en silencio asistir a los actos como si les importase. Lejos de una visita del Papa al pueblo español, la visita se convirtió en un intento de la clase política por monopolizar su imagen. Incluso en un último acto, el propio Zapatero quiso sumarse al carrusel mediático, a última hora y casi en la pista del aeropuerto. Ante el Santo Padre, sólo pudo balbucear excusas y justificaciones sobre la laicidad. Pero lo importante, ya lo saben, es la foto. Por la que se pegaron todos los políticos, de todos los partidos.

En tercer lugar, está el ambiente enrarecido creado por el secesionismo catalán a propósito de la visita, así como el desaire del Gobierno. Zapatero huyó a Afganistán no porque le interese el trabajo de nuestras tropas allí, sino porque no había otro sitio más lejano al que escapar. La visita ha sido recibida por los poderes públicos a regañadientes, y a veces con un odio poco disimulado. Benedicto venía a un país con una clase política y mediática hostil al catolicismo, que ejerce una fuerte presión social. En Cataluña y Galicia, además, el nacionalismo ha supuesto un duro golpe para el catolicismo.

En cuarto lugar, se vendió la visita en términos de puro utilitarismo y mercantilismo, como si lo importante de la llegada de Benedicto XVI no fuese traer apoyo a los católicos, sino vender llaveros o comer marisco... la reducción de la visita papal a puro materialismo –en la que ha caído parte de la derecha acomplejada– enfrió el genuino ánimo cristiano que otras veces ha acompañado las visitas papales. Lo que a España le faltan son principios y valores, no souvenirs. Y estos han quedado supeditados en esta visita.

Pero ha habido también buenas noticias. Sobre todo, la lección de valentía moral y de rigor intelectual del Papa. Los tres temas que Benedicto XVI ha puesto sobre la mesa son los tres asuntos que laten en la crisis española actual. En primer lugar, el de la progresiva descristianización de España de manos de minorías radicalmente anticristianas, profundamente hostiles a la religión de los españoles y a sus tradiciones. La segunda, la denuncia de la política de ingeniería social y control humano que subyace a las políticas abortistas, homosexualistas y eutanásicas que Benedicto XVI denunció en Barcelona, el centro del laboratorio progresista-despótico español. En tercer lugar, la referencia a la Virgen y a la unidad española, cuya maltrecha situación es cada vez más evidente desde el exterior de nuestro país.

Tras el fracaso de la visita papal a la España autonómica, política, relativista y desmoralizada, la próxima cita, la buena, aquella a la que está convocada la nación española en cuanto tal, sin provincianismos, sin interferencias políticas, por principios y valores, y en relación directa de los españoles con el Sumo Pontífice, es en agosto de 2011. Ahí debe dar el cristianismo español su verdadera imagen ante el Santo Padre, su fortaleza o debilidad social y su capacidad de movilización. Ahí se volcará y se deben volcar la Iglesia y todos aquellos que creen en la unidad de una España respetuosa con la vida, la tradición y el pasado, así como todos los que defienden su derecho y su deber de ejercer como cristianos en la vida pública. Lo bueno tras el fiasco de la visita papal es que habrá otra oportunidad. Benedicto XVI volverá.

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