En el nulo interés que suscitan las elecciones europeas más allá del cotilleo de las listas hay una historia. En la escasa relevancia política real de la visita de Sarkozy a España hay otra historia; y en la inexistencia de una visión de Europa para los propios europeos está la más importante de todas las historias.
El contexto en el que se celebran estas elecciones europeas es de crisis. Económica, claro; institucional, por supuesto, y de civilización, por encima de todo.
La crisis económica tiene notables diferencias por países. Así, mientras el Reino Unido alcanza cifras estratosféricas de deuda pública y tiene problemas para vender sus bonos, Holanda tiene sus cuentas más equilibradas y algún que otro depósito de ahorro. Alemania, con una disminución dramática de sus exportaciones, no está en cambio sufriendo lo mismo destrucción de empleo por haber sido más prudente en época de vacas gordas. La Francia de nuestros recientes visitantes se limita a mantener el equilibrio en la falta de dinamismo. Todo ello gracias a una energía barata, una situación geográfica privilegiada y unas cuantas empresas determinantes. En cuanto a la apertura de un expediente por déficit excesivo no es cosa nueva para ellos y lo acabarán justificando porque nunca exageran en el constante incumplimiento. Otro gallo le cantará a España que pasa del superávit al déficit en un par de años.
No hay que olvidar, no obstante, que Europa en general no sale de una situación particularmente boyante. La década de los noventa y el principio del siglo vieron desarrollarse economías que no llegaban a ser verdaderamente dinámicas, con alto desempleo y escasa creatividad. De ahí que se pusiera en marcha la agenda de Lisboa para fomentar su competitividad, con resultados desiguales pero nunca muy brillantes. Esta mediocridad ha ido acompañada de reiterados descalabros institucionales. Desde la Unión Política y Monetaria que pretendió poner en marcha el Tratado de Maastricht, el único éxito de la Unión fue la ampliación hacia el Este. Junto a ello está el fracaso de la Constitución nonata de Giscard, que con tanto entusiasmo abrazó Zapatero colocándonos no ya los primeros en el corazón de Europa sino los únicos. La versión edulcorada de la Constitución, o tratado de Lisboa, también se encontró con el no irlandés que ahora se estaba tratando de hacer como que no existía. En estas llegó la crisis económica que ha impedido mayores desmanes en forma de textos jurídicos encorsetadores. Nada de esto se discute ni forma parte de los discursos de los políticos que aquí y allá presentan sus candidaturas a un Parlamento Europeo que co-decide en algunos instrumentos normativos de la Unión y que, por lo demás, intenta actuar como caja de resonancia de temas diversos que no encuentran salida en los parlamentos nacionales.
Menos aún se habla de los auténticos problemas de Europa. Una vez que se sale del valioso y fundamental ámbito de las cuatro libertades –personas, bienes, servicios y capitales– y de la capitidisminuida comisaría de la competencia, y para algunos países de los 27, del euro, todo lo demás entra en la UE para ser más convenientemente despreciado. Lo sustancial es que Europa aburre y, habiendo delegado sus ciudadanos más y más de sus actividades en los distintos estratos de poder público existente tienen cada vez menos que hacer y cada vez les da más igual todo. El modelo europeo consiste en limitar al mínimo esfuerzo, pero también disfrute, los siguientes elementos: familia, comunidad, vocación y vida. Vivir una buena vida significa en Europa pasárselo moderadamente bien, sin sobresaltos, en cierta comodidad. No tiene nada que ver con crear o vivir en una buena familia, favorecer, ayudar o participar en la comunidad, ni en realizar la propia vocación, o fomentar la de los demás como elemento esencial de cada trabajo y empleo. En cuanto a la vida, basta con echar una ojeada a las legislaciones que la protegen en muchos países sin olvidar la extraña vocación del nuestro por el aborto, la eutanasia y la disminución de la libertad religiosa. En suma, el propósito de la vida es en Europa hacer que este conglomerado de elementos químicos en que con toda probabilidad consistimos no lo pase demasiado mal.
Pero ha llegado el momento en que Dios ha muerto, el hombre ha muerto y el "yo mismo no me siento nada bien", como se repetía tras los excesos del 68. Todo ello se produce en especial contraste con el pasado de Europa lo que hace aún más desdichado este presente. La obsesión por igualar no ya oportunidades sino los resultados de distintos grupos –no individuos– percibidos como víctimas de tal o cual política del pasado ha acabado por hurtarle la vida a todos. A esto nos ha llevado dejarnos malear por distintas iniciativas estatales. Al menos hasta hace poco nos volvía un poco a la vida el enfadarnos contra los americanos. Pero como llevamos tres meses contentos con quien nos ríe las gracias del otro lado del Atlántico, pues hasta sin eso nos hemos quedado.
Hay dos sitios señeros en dos capitales europeas que nos recuerdan a los españoles que no tenemos que ser demasiado amigos de los franceses. Uno se llama plaza de Trafalgar y está en Londres; el otro se llama Trocadero y está delante de la Torre Eiffel. Pero el verdadero Trocadero es donde se refugiaron los liberales españoles, en Cádiz, huyendo de los Cien Mil Hijos de San Luis. Conmemoraron así los franceses su triunfo. Al menos por entonces había distintas vitalidades que competían por hacer prevalecer su visión histórica del mundo. Y ahora, ¿hay algún estímulo parecido para Europa? Si algún partido lo encuentra, y quiere hablar de él, que nos avise. Nosotros sí queremos.