Antes de extraer lecciones, que nunca alteran los principios de la estrategia, necesitamos saber mucho más sobre esta guerra, empezando por su gestación. Porque lo que sabemos al respecto es tan sumamente trivial que cuesta creerlo, de ahí que el primer capítulo a repasar sea el que nos advierte de que quienes nos mandan suelen ser mucho menos sesudos de lo que quieren aparentar, y hasta se comportan como niños.
El filósofo de salón francés Bernard-Henri Levy presume de que esta guerra es suya y puede que no exagere. En medio de los embriagadores aromas iniciales de la primavera árabe, el brillante publicista se lanzó a una intensa campaña de apoyo a los rebeldes libios como gran obligación democrática de Occidente. Parece que Carla Bruni, queriendo dejar impronta personal, se enroló rápidamente en su bando y convenció con facilidad a su Sarkozy, que vio en ello una oportunidad cara a las próximas presidenciales francesas. Cameron, más fríamente, pensó que podía tener demasiados inconvenientes dejar solos a los franceses y se sumó a la empresa al tiempo que trataba a la desesperada de implicar a Washington. Obama no sentía la más mínima atracción por la aventura y sabía que su participación indignaría a su izquierda, pero estaba rodeado de una serie de damas de hierro, firmes creyentes en la intervención humanitaria, las cuales contaron con el apoyo de Hillary Clinton. Cedió ante ellas, tratando de mantener el compromiso americano en el mínimo, acuñando la fórmula, supuestamente toda una revolucionaria innovación estratégica, de que Estados Unidos dirige desde atrás.
Realmente todos estaban a favor de mínimos, y ninguno puso mucha carne en el asador. Sólo era máxima la expectativa de que la resistencia de Gadafi fuera minúscula, de que su sistema de poder se desmoronara sólo ver la poderosa coalición internacional que se le venía encima. Pero lo que Gadafi vio fue lo timorata que era esa coalición, lo poquito que quería jugarse, y lo aparentemente atada que estaba por la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que daba luz verde con numerosas ambigüedades. Su aparato de poder se mantuvo mucho mejor que lo que suponían todos los cálculos occidentales. De nuevo, un gran tropiezo de la inteligencia, vulgo espionaje, torpemente manejada por los políticos.
Naturalmente, habiendo petróleo por el medio, son demasiados los pensadores de tertulia de café que no habrá quien los mueva de la absoluta certeza de que los hidrocarburos lo explican todo, por más que para tajadas petroleras no había nadie mejor con quien entenderse que Gadafi. Por ello los italianos, los que con mucho tienen los más fuertes intereses en plaza, se resistieron durante semanas. También los chinos, con porcentajes apreciables en el negocio y aspiraciones crecientes, de alguna forma menos explícita y comprometida también terminaron pasando por el aro.
Con esa masa de restringidos pero irreversibles apoyos a los desarrapados rebeldes y con las fuerzas gadafistas sometidas a un bloqueo con el exterior, la suerte de Gadafi, la mala, estaba echada. Era cuestión de tiempo, alguno pero no demasiado.