Cuando la semana pasada las autoridades escocesas liberaron al agente libio que mató a 270 personas sobre Lockerbie en 1988 para ser recibido con una gran fiesta en Trípoli, creíamos haberlo visto todo. Al mismo tiempo, el presidente de Suiza pedía perdón a Gadafi –quien sólo abandonó su programa nuclear en 2003 al contemplar la caída de Saddam– por haber arrestado a su hijo en Ginebra tras una denuncia presentada por dos de sus acompañantes a los que pegaba. Está claro que ya no hay percepción de estar en una guerra contra el terrorismo islámico y que se está dispuesto a ceder a cualquier chantaje.
En este contexto, el fiscal general americano, tras haber afirmado que no se podía imputar penalmente a agentes de la CIA sin norma preexistente, ha nombrado un fiscal especial para investigar sus interrogatorios a terroristas. La CIA ya informó a la Cámara de Representantes y al Senado en 2004 y 2006. En el informe, hoy divulgado a los medios, se refieren alegaciones de abusos potencialmente delictivos. Sin embargo, León Panetta, actual director con Obama, ha indicado que fueron fiscales de carrera los que habían evaluado esas alegaciones, excluyendo las imputaciones salvo en un caso, en que un agente externo pegó en Afganistán a un detenido que posteriormente murió.
Los métodos interrogatorios habían sido aprobados por los superiores y declarados legales. La intervención ahora del fiscal especial, por orden política, puede culminar sin imputaciones, pero no sería extraño que se tomaran algunas de las actuaciones más espectaculares –como la alegación de que un agente disparó un arma de fuego en una habitación cercana a la del detenido haciéndole creer que había ejecutado a un compañero–, para investigar no sólo a quien pudo haber violado la ley, sino a toda la cadena de mando. Podrían igualmente ser imputados los asesores jurídicos que declararon legales las medidas. Hacer eso, y esperar al mismo tiempo que las agencias de seguridad americanas desmantelen Al Qaeda e impidan acciones terroristas, es mucho pedir.
Por no hablar de las siempre molestas filtraciones. Son ya conocidos por los periódicos los interrogadores de Jaled Sheik Mohamed, principal responsable de los ataques del 11 de Septiembre, de Abu Zubaydah (uno de los dirigentes de Al Qaeda) o de Al-Mashri (autor del atentado al buque USS Cole).
Lo que contrasta con la divulgación en su día del nombre de Valerie Plame, agente de la CIA, aunque de despacho, cuando Bush introdujo en un discurso las conocidas como "16 palabras" relativas al intento de compra del régimen de Saddam de material nuclear. El caso de Plame, además de ser arrastrado por los medios durante años, terminó con la condena del jefe de gabinete del vicepresidente Cheney, que pasaba por allí, por obstruir la investigación de la justicia. Los divulgadores de hoy campan por sus respetos.
Es de suponer que lo importante no es que los nombres de los funcionarios que intentaban cumplir con su deber circulen por internet, sino que la CIA llevó a cabo en este caso un programa de interrogatorios sometido a criterios aprobados legalmente por varios estratos jerárquicos y cuyos abusos, excesos o desviaciones fueron estudiados y eliminados.
El presidente Obama ha reiterado que debe reconocerse a los americanos por su respeto a un credo de convicciones y valores que se echan clamorosamente de menos en aquellos que amenazan a enteras sociedades libres con el terrorismo sin el más mínimo escrúpulo moral, o respeto a la vida de los inocentes. Muy bien. Del mismo modo, los cristianos han de poner la otra mejilla ante una ofensa, lo que no quiere decir que el padre de un niño haya de presentar la otra mejilla del muchacho ante quien le quiere dar una paliza, sino que debe defenderlo. Los Estados, igualmente, son responsables de la protección de la vida de sus ciudadanos, para lo que cuentan con el monopolio de la coacción. Deben ejercerla en su defensa.
Sería ideal poder definir una estrategia de defensa ante el terrorismo que permita a los Estados Unidos en particular y a Occidente en general el estricto cumplimiento del habeas corpus y la imposición de toda pena, únicamente después de un proceso justo ante un tribunal preestablecido y determinado por la ley. Pero entretanto no es admisible sugerir equivalencia moral alguna, y no estaría de más reconocer que el debate sobre los límites de las interrogaciones puede tener lugar hoy por la extensión de una sensación de seguridad, en Estados Unidos, a la que no es ajena la política de ese país en los años de Administración Bush. Varios ataques terroristas fueron impedidos gracias a la información lograda en los interrogatorios, y se salvaron muchísimas vidas humanas. Se trató de acciones legales, aprobadas expresamente como tales, necesarias y efectivas.