El mundo entero está ansioso por ver a George W. Bush crucificado. A tenor de lo que –y cómo lo ha– recogido la prensa, parecería que le ha llegado ya su hora de la mano de la desclasificación de "los papeles de las torturas de la CIA". Pero el mundo se va a frustrar una vez más. Por varias razones.
Vaya por delante que la tortura, en tanto que tratamiento cruel e inhumano de los prisioneros está prohibida, es moralmente repugnante y, además, de dudosa eficacia en la mayoría de los supuestos. El problema es que los documentos ahora desclasificados por la Administración Obama poco tiene que ver con la tortura, sino con las dudas acerca de los interrogatorios coercitivos que, muy a pesar de la izquierda, no es lo mismo. De hecho, la técnica "más brutal" de todas las descritas es la del famoso waterboarding, cuyo objetivo no es dañar físicamente al interrogado, sino crearle la sensación de ahogamiento. Cosa también distinta. Otras técnicas, bien recogidas por la prensa hasta con gráficos, como el amplificar el ruido de un golpe, no dejan de ser un mal chiste comparado con lo que hacen con sus secuestrados los jihadistas.
Quien tenga la paciencia y el interés de leerse los cuatro documentos de asesoramiento legal a la CIA, se dará inmediata cuenta de que la "tortura de Bush" era, en realidad, algo muy alejado de lo que se asume bajo ese concepto. Eso sí, una cosa es aplicar tortura y otra muy distinta generar el miedo a ser torturado y hacer que ese factor sea decisivo para la cooperación del interrogado. La Guardia Civil española lo sabe muy bien: el mero hecho de creer que pueden ser sometidos torturas físicas lleva a los etarras a cantar de plano lo más rápido que pueden.
Dice Obama que no va a perseguir a ningún agente de la CIA que hubiese aplicado los interrogatorios coercitivos. No podría. En los documentos queda muy claro el límite a la violencia, la extensiva legislación americana al respecto, la reinterpretación del Senado a las convenciones internacionales y, sobre todo, la excepcionalidad de las prácticas más duras: sólo para miembros de Al-Qaeda relevantes en la organización y únicamente bajo circunstancias excepcionales, como un atentado inminente. Nada arbitrario o caprichoso.
La clave de todo este asunto no es lo que la CIA hizo o dejó de hacer, sino por qué Obama saca ahora este tema a la luz pública. Y la respuesta no puede ser otra que porque poco más tiene que ofrecer a sus votantes radicales en la gestión de sus primeros cien días de Gobierno. Es una cortina de humo para ocultar sus propias limitaciones, además de cuadrar más que bien en su permanente tentación de gobernar contra el anterior presidente. ¿No le suena a ustedes? Y es que, por desgracia, el zapaterismo es de fácil contagio. Ni más ni menos.