Ya se lo dijimos el pasado miércoles: esto prometía. Y desde luego que no defrauda. El Papa y los cientos de miles de jóvenes a su lado, se han mostrado firmes en mitad del torbellino de la decadente España actual: firmes en principios y valores insobornables e incorruptibles, en un país que se muestra en los últimos años demasiado sobornado y corrompido. Ni el Papa ni los peregrinos han dado un paso atrás en su defensa, en tiempos para ellos difíciles, llamando a las cosas por su nombre: que levanten un dedo quienes no hayan sentido envidia ante ellos, firmes en su fe.
Pero sobre todo, ésta será recordada como la visita del "¡No os avergoncéis!" de Benedicto XVI, que es la continuación en el siglo XXI del "¡No tengáis miedo!" de Juan Pablo II. En este nuevo siglo, el odio a la conciencia religiosa del hombre comienza en nuestras sociedades –las de la dictadura del relativismo y del hedonismo– con la caricatura, la ridiculización y la mofa del cristiano en televisión, cine o internet. Y que después pasa a la violencia terrorista y las cacerías de peregrinos, como la llevada a cabo por miembros de los "indignados" de Sol.
La explosión de fe cristiana de estos días puede ayudar a los católicos españoles a dar la vuelta a una dinámica que viene de lejos: la nación, la creyente y la agnóstica y laica, ha reconocido su herencia cristiana: con alegría una y respeto y simpatía la otra. Frente a ambas, la derrota del anticatolicismo militante es de las que escuecen: la siniestra borrokada del miércoles pasado muestra que ni es nadie ni representa a nadie: pese a ellos y sus valedores mediáticos, España se ha mostrado naturalmente católica.
Pero no tan rápido. El Papa pasará, y sus enormes divisiones de jóvenes de toda raza y cultura –las más grandes de la Tierra– volverán a sus países y parroquias. A los católicos españoles, desorientados por el acoso, dejan un impulso que les hacía falta, pero a los demás españoles –excluyendo esa agresiva minoría mediático-política y sus marginales piqueteros–, nos queda el mensaje: no avergonzarse.
No avergonzarse de defender y hacer público el compromiso con la tradición de nuestros padres; el respeto a nuestra común historia; el amor sincero a una cultura, la española, que es patrimonio universal y de la que debemos sentirnos orgullosos. Y no avergonzarse de creer en la libertad de conciencia y en su carácter sagrado; de defender la libertad de educación y de enseñanza y de dar, en fin, testimonio público de la defensa de la familia y de los valores del humanismo, que el postmodernismo actual, el de la telebasura, la LOGSE y Educación para la Ciudadanía, busca triturar tal y como buscaba triturar la dignidad de los jóvenes cristianos humillados en Sol.
Y a esta tarea estamos llamados todos, que llevamos demasiadas décadas escurriendo el bulto del compromiso ante lo que Agapito Maestre ha llamado "terrorismo intelectual": está desde luego el PP, hasta hoy acomplejado y que tiene la obligación institucional de no avergonzarse de ser lo que es; también intelectuales, profesores o periodistas, que tienen la obligación de no avergonzarse moral e intelectualmente de sus principios y valores; y por supuesto los ciudadanos corrientes. En el día a día aún escondemos la adscripción a ideas y principios que son dignos de ser defendidos en público, y que corren peligro de desaparecer cuando los hombres buenos se avergüenzan de ellos.
"¡No os avergoncéis!". La moraleja de la JMJ es que si unos críos llegados de Australia, Líbano, Chile o Kenia nos han recordado que no debemos avergonzarnos de creer y ser lo que somos, ¿cómo podemos no recoger el testigo nosotros para nuestra vieja y querida nación, para dejársela sana a nuestros hijos? Si tras la visita de Benedicto XVI nos volvemos sin más a casa, es que no hemos aprendido nada: hay que salir ahí fuera. No debieran caber excusas para nadie. Tenemos deberes por delante, y una tarea ingente. No nos avergoncemos más.