No hay dinero en el mundo para salvar a Europa de sus crisis. Esencialmente porque no se trata de una crisis económica, sino de una crisis, salvaje, del modelo con el que ha venido funcionando, autoengañándose, desde hace décadas. Claramente, un modelo sustentado en la irresponsabilidad política.
No entraremos ahora en las críticas que suscitó la creación y entrada en vigor del euro por parte de muchos economistas de todo signo (desde el tamaño de la eurozona, a la ausencia de unidad fiscal, entre muchas otras cosas). Pero sí de denunciar la ceguera política de muchos de nuestros dirigentes, alguno de los cuales llegó a afirmar que "el euro funcionará porque nosotros lo haremos funcionar".
Desgraciadamente, el mercado escapa como puede al voluntarismo político. Al igual que la realidad le pone freno a los delirios de grandeza. ¿Recuerdan cuándo, en 1991, el entonces ministro de asuntos exteriores de Luxemburgo, esa gran potencia, Jacques Poos, soltaba aquello de "Es la hora de Europa"? Justo para servir de testigo mudo de las cruentas guerras civiles de los Balcanes en la que esa Europa a la que le había llegado su momento, lo dejó escapar, como tantas veces, para pedir socorro a las puertas militares de América. Por no hablar de ese otro conflicto, aun no cerrado a pesar de haber cantado ya la victoria, como es el de Libia, donde el liderazgo europeo más que efímero ha resultado trágico y ridículo.
Pues bien, la UE, o sus actuales dirigentes y burócratas, están empeñados en mantenerse en el error. Error fue, hace dos años, no aceptar la quiebra de Grecia; y error es, en la actualidad, ese ambicioso plan de crear una autoridad financiera única que rescate a cuantos lo necesiten. Eso no es ni más ni menos que un mecanismo para socializar a 27 las pérdidas de unos pocos, públicas y privadas, y, aún peor, una vía más para incentivar la irresponsabilidad. Tal vez no en el corto plazo, pero sin duda sí en el medio y largo.
Por una sencilla razón: porque el sueño de la UE de acabar con las identidades nacionales no se ha hecho realidad. Más bien todo lo contrario. Y, a pesar de todo, la UE se empecina en funcionar de espaldas a las realidades políticas nacionales. No es de extrañar, por tanto, su creciente descrédito en los diversos electorados.
Es de todo sentido común que cuando algo se hace insostenible, su caída está garantizada. Tardará más o menos; será a mayor o menor coste; con más o menos convulsión. Pero caerá. Y que conste que no es el euro lo que está en juego, aunque sea de lo que hablan todos. Lo que está encima del tapete histórico es una forma determinada de hacer Europa, la antidemocrática y distante de la voluntad popular, o la que acepta que una cosa es una zona de libre mercado y otra bien distinta "una siempre más estrecha unión política". Una cosa es fortalecer a los estados miembros y otra bien distinta fortalecerse a costa de los mismos.
Querer paliar la actual crisis de la deuda soberana con mecanismos que ahondan y agravan la crisis institucional y de identidad es un globo de oxígeno que no durará nada. Y lo malo: que ante la crisis que viene se habrá agotado el discurso tecnócrata y tampoco habrá plan B.