A un interlocutor que le pedía que tuvieran en cuenta a la Iglesia católica Stalin le preguntó sarcásticamente que cuántas divisiones tenía el Papa. Cuando el imperio soviético comenzó a tambalearse tras la creación del sindicato Solidaridad en Polonia, alguien respondió que “algunas”.
El jefe de una Iglesia que cuenta con más de mil millones de afiliados alguna influencia ha de tener en este mundo, de ahí el interés universal acerca de por dónde puede llevar las cosas el nuevo Pontífice. La respuesta ha quedado clara desde el principio. Por los derroteros marcados por Juan Pablo II, del que el cardenal Ratzinger ha sido colaborador íntimo, precisamente en la primera misión de todo Papa que es proteger la integridad de los que se llama en lenguaje teológico “el depósito de la revelación”. Es decir la verdad recibida de Dios sobre Él mismo y nuestra relación con Él.
Difícilmente quien no crea en Dios, o no crea que haya revelado nada, puede admitirlo. Más exactamente sería imposible que lo hiciera. De tales premisas tales conclusiones. Pero si es perfectamente comprensible para cualquiera que en una religión revelada la doctrina no puede cambiar. Va dando respuestas nuevas a nuevos problemas y se transmite con un leguaje cambiante, que se adapta a las circunstancias, pero es siempre la misma. Ni las respuestas ni sus formulaciones pueden cambiar los principios. En lo esencial, todos y cada uno de los Papas han sido y serán conservadores. Nada de qué sorprenderse.
La sorpresa está por tanto en lo mucho que muchos se han sorprendido. Lo lógico sería esperar que a todo el mundo le pareciese absurdo que el Vaticano deba estar continuamente cambiando de doctrina para adaptarla a la última moda progre. No hace falta haberse leído la mitad de la “Summa Teologica” para tener una cierta idea de los límites de lo que puede ser y no puede ser en el mundo del catolicismo, de la misma manera que sin haberse leído “El Capital” podemos saber que quien predique la concordia entre burguesía y proletariado no es un auténtico marxista aunque crea serlo.
Una mínima culturilla debería bastar para que los muchos reporteros y teólogos a la violeta que en estos días se han aplicado esforzadamente en aleccionar al pobre Ratzinger –por cierto una de las mejores cabezas filosóficas y teológicas del último medio siglo, se esté o no de acuerdo con él– no pusieran en el mismo plano, por ejemplo, el matrimonio homosexual y el celibato sacerdotal. El primero es imposible y San Pablo no deja lugar a dudas, el segundo es considerado por la Iglesia como uno de sus tesoros históricos pero no afirma que sea de institución divina, porque tal cosa no se dice en el evangelio, por tanto lo ha aceptado en casos particulares pero es muy difícil que renuncie a ello.
El extraordinario espectáculo de osadas incoherencias en el que los que lo ignoran todo de la fe católica, sencillamente porque dan por supuesto que se trata de una colección de irracionales y primitivas supersticiones en las que no tiene sentido perder medio minuto de una vida gloriosamente moderna, se convierten en benevolentes consejeros que tratan de poner desinteresadamente un poco de su sentido común en esa colección de dislates, nos lleva directamente a lo que parece ser el aldabonazo con el que Benedicto XVI quiere marcar el comienzo de su Pontificado.