America! America!
God shed His grace on thee,
And crown thy good with brotherhood
From sea to shining sea!America the Beautiful. Katharine Lee Bates, 1893.
En estas fechas vivimos un doble aniversario reaganiano. El pasado día 20 de enero cumplimos los treinta años de la toma de posesión de Ronald Reagan como 40 presidente de los Estados Unidos; este próximo domingo 6 de febrero se cumple un siglo de su nacimiento. "América, de acuerdo con algunos que me han precedido en su actitud hacia ella, es la "tierra de Dios’", escribió Norman Podhoretz en su ensayo autobiográfico. Lo hubiera firmado Reagan: "He hablado de la ciudad brillando sobre la montaña durante toda mi vida política -dijo en su despedida en 1989- pero quizá nunca especifiqué lo que quería decir con ello".
No era más que otro de sus innumerables recursos retóricos, pues lo había hecho incontables veces: "De pie sobre el puente del Arabella, en 1630 al borde de la costa de Massachusetts, John Winthrop dijo ‘seremos como una ciudad sobre la montaña. Los ojos de todos los pueblos están sobre nosotros, así que si tratamos falsamente con nuestro Dios, en esta labor en la que nos hemos empeñado y somos la causa de que retire la ayuda presente que nos presta, hará de nosotros cuento y escarnio para el resto del mundo’".
Esta figura, tomada del Evangelio de San Mateo, remitía al Sermón de la Montaña y las Bienaventuranzas. La luz de la ciudad asentada sobre el monte, que no había que esconder, era América. No una nación, sino una idea que debía servir de faro a la humanidad. Cuando Reagan llegó a presidente ya había vivido una vida plena. Había sido un decoroso actor de la época dorada de Hollywood, había aprendido la oratoria en un programa para los empleados de la General Electric, había conocido los sinsabores de la vida sindical, había sido dos veces gobernador del estado más poderoso de la Unión –California– en momentos turbulentos, y había intentado, y fracasado, lograr la designación del Partido Republicano para la presidencia. Se había casado dos veces, y había leído los principios de una economía científica en los resúmenes del Reader’s Digest de los libros de Hayek.
Al asumir el mando, era consciente de que la idea de libertad sobre la que estaba concebida América estaba amenazada. Internamente, el Gobierno de Carter la había llevado a la recesión –según la repetida expresión que tan bien se aplica a la España de ZP: "recesión es cuando su vecino pierde el empleo, depresión cuando lo pierde usted, y recuperación, cuando Carter pierde el suyo"-. Para el sureño, como para Obama hoy, América no tenía por qué ser diferente a otras naciones, confirmando El fin del excepcionalismo americano sobre el que había escrito Daniel Bell en 1975, así que no era insólito que atravesara un malestar, expresado, para más inri, con la invocación de la palabra francesa malaise. Andaba también América decaída en su combate contra el otro superpoder. Carter había proclamado ante los estudiantes de la universidad jesuita de Notre Dame que había que sentir satisfacción por haber superado el "desordenado temor al comunismo", tal y como Obama lo hizo en El Cairo es su día.
Reagan no quería saber nada de eso. Disputó la ortodoxia dominante y venció. Cuatro años después podía llevar a cabo su campaña con el lema: es por la mañana de nuevo en América, más orgullosa, más fuerte, mejor. Y con su espontáneo optimismo, avivó los tradicionales valores americanos. En una palabra, América era una fuerza para el bien en el mundo, estaba forjada en la libertad, y llamada a la prosperidad y a ser modelo de aspiración universal. Su despótico oponente ideológico, la Unión Soviética, no podía ser, si se quería llamar a las cosas por su nombre, otra cosa que el Imperio del Mal, por muchas que fueran las objeciones de asesores y diplomáticos.
Su aplicación de las recetas thatcherianas de hacer retroceder las fronteras del Estado funcionó y, tras dos años de mandato, volvió a progresar la economía. A pesar de que el cóctel de rebaja de impuestos sin poder controlar el gasto obligatorio, especialmente en pensiones, produciría las semillas de un déficit –"no estoy preocupado por (él), es lo suficientemente grande como para ocuparse de sí mismo"– que si entonces se hizo mayor, se ha convertido hoy en intratable, nadie podía discutirle al marchar ni la mejora global, ni la reducción del desempleo al 5,5%. Había devuelto la confianza a la Nación.
Pero fue en la proyección exterior donde consiguió sus mayores éxitos. Culminó la Guerra Fría, iniciada en 1947, con la doctrina Truman destinada a proteger al mundo libre de intentos de subversión comunistas, y continuada por gobiernos de uno y otro signo, con quizá el punto álgido en cuanto a expresión de idealismo, de Kennedy: "Pagaremos cualquier precio, soportaremos toda carga, nos enfrentaremos a cualquier dificultad, apoyaremos a todo amigo, nos opondremos a todo enemigo, para garantizar la supervivencia y el éxito de la libertad". Pero tras Vietnam, la retirada estratégica apodada détente, y la debacle de Carter, Reagan devolvió la corriente a su cauce y, con su Iniciativa de Defensa Estratégica, pulverizó el presupuesto soviético. La caída del Muro de Berlín –"Sr. Gorbachev derribe este muro"– y el colapso de la Unión Soviética, producidos justo después de su vuelta a la vida civil, fueron su mayor legado, aunque se elevara, como lo hizo, sobre los hombros de todos sus predecesores.
Esta coalición de los principios económicos de Adam Smith y los ideológicos de la búsqueda de la felicidad en libertad, propios de la Declaración de Independencia, son el ejemplo de Reagan. Cuando el mundo se encuentra, otra vez, en la encrucijada entre el camino de la libertad y el de la servidumbre, es el momento de resucitar la curva de Laffer por un lado y el modelo americano de democracia liberal, por el otro. En un caso puede hacer resurgir a Europa de su marasmo, por no hablar de la endeudada América de Obama; en el segundo, es el seguro camino en el enfrentamiento entre las naciones libres contra la tiranía y opresión, azote del mundo islámico y programa del terrorismo islamista también hoy en Egipto.
Los judíos europeos del XIX leían en las cartas de sus primos que habían emigrado, que América era una goldene medina, o ciudad dorada. Pero no había allí oro pavimentando las calles, sino un reino de libertad y oportunidad: la luz del mundo, la tierra de Dios. Reagan le devolvió el brillo que otros querían y quieren ver palidecer, y que nosotros queremos volver a admirar.