A tenor de lo alcanzado en las conversaciones con los iraníes la semana pasada en Ginebra, sólo cabe afirmar una cosa: entre la bomba iraní y nosotros, lo único que se puede interponer es Israel. Los demás hemos caído, una vaz más, en el ensueño de que hablando con los dictadores de Teherán acabaremos por obtener concesiones por su parte y que pongan fin a su programa atómico.
Conviene recordar algunas cosas básicas para poder entender esta reunión de Ginebra como otro fracaso y no, como nos lo han querido vender, como el inicio de una productiva relación. En primer lugar, hay que tener claro que se trata de una enésima reunión, no de la primera. Cierto, los americanos se han sentado oficialmente esta vez con los negociadores de Irán, pero eso es algo que los europeos vienen haciendo desde 2002 sin resultado alguno. Es más, de una forma o de otra Washington ha estado emitiendo y recibiendo mensajes en los últimos años, sin que ello tampoco surtiera efecto. La estrategia negociadora iraní ha sido simple y lo sigue siendo: ganar tiempo. Ahora tampoco es distinto.
En segundo lugar, hay que tener claro que la aceptación iraní de que cuentan con una planta de enriquecimiento cerca de la ciudad de Qom, no se ha producido por voluntad propia. Al igual que con la de Natanz en 2002, reconocen lo que ha sido expuesto por claras evidencias en las manos de los servicios de inteligencia occidentales. Este reconocimiento –y la obligada aceptación de que El Baradei y sus inspectores visiten esta instalación– lo que subraya no es la voluntad de cooperación, si no la continuada política de ocultación. De no ser por el espionaje y los satélites, los iraníes nunca habrían dicho nada.
Es más, lo que la planta de enriquecimiento de Qom pone de manifiesto es que debe de haber más como esa. Demasiado pequeña para los propósitos declarados, sólo cobra sentido en un auténtico archipiélago de instalaciones similares que, juntas, sí pueden producir lo que los iraníes dicen que querían conseguir con ella. Mientras no aclaren esto, su buena voluntad no deja de ser otra maniobra de despiste.
Cuarto, la ahora presunta aceptación de que Irán acepta enviar al extranjero parte de su uranio pobremente enriquecido para elevar el grado de enriquecimiento –algo que ya rechazaron hace años, dicho sea paso y que se conoció entonces como la opción rusa– es más problemático que positivo. Si los rusos y occidentales reprocesan el uranio iraní hasta el 19% de enriquecimiento desde el 4 0 5% que ellos producen en la actualidad, les estaríamos haciendo un gran favor, no una disminución en su programa atómico. El uranio al 19% puede ser transformado al 95% en apenas tres meses en una planta como la de Qom, ahora descubierta. Si hay más repartidas por el país, como se sospecha, les estaríamos adelantando su bomba, no impidiéndosela. A los iraníes les sería más que fácil camuflar parte del uranio y procesarlo para sus fines militares.
Si de verdad se quiere acabar con la amenaza iraní, lo único que se puede hacer es apoyar a la oposición contra el régimen de Ahmadinejad. De no hacerlo, lo único que puede parar su bomba es Israel. Pero esa es una carga demasiado pesada para un país al que se demoniza continua e injustamente. Máxime cuando puede ser el único que nos salve.