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El mundo de Obama

Los ayatolas contestan a los ofrecimientos de Obama con un catálogo de agravios que América debe satisfacer y Kim el coreano celebra su discurso antinuclear en Praga con el disparo de cohetes que aspiran a llegar a cualquier rincón de la tierra.

A Obama le importa poco la política internacional. Lo que absorbe su atención es la crisis económica y la oportunidad que le ofrece para llevar a cabo un cierto cambio revolucionario en su país, para el que se siente ungido. Pero la presidencia americana es una máquina de hacer política exterior, por más que le pese a su titular, cosa que tuvieron que aprender sus dos predecesores: Clinton con considerable desgana y Bush con decidida entrega a partir del 11-M.

Como su formación en el tema es próxima a cero –como les sucedía también, a sus antecesores de los dieciséis últimos años– el papel que los dogmas ideológicos izquierdistas representen en sus opciones puede ser decisivo. La cuestión para él, y para nosotros, es dónde se sitúa el punto de equilibrio entre el indudable pragmatismo de su carácter y las creencias de su cerebro. Por lo que vamos viendo, el peso de las doctrinas es dominante.

Cierto, parece dispuesto a encarar el problema afgano-pakistaní con firmeza, lo que es sabio y prudente, aunque no carezca de un elemento ideológico: Afganistán es la guerra buena de la izquierda, la que supuestamente se hace con todas las bendiciones de la ONU, aunque la pura realidad es que no con más que la de Irak. No tan buena como para ser nombrada por tan alta institución, que no reconoce la palabra guerra en sentido aprobatorio. Como tal no aparece en ninguna de las aproximadamente 1.800 resoluciones que el Consejo de Seguridad ha adoptado a lo largo de toda su historia. Pero la lucha contra los talibán ha sido muy útil para difamar la todavía más decisiva que se libraba en el país mesopotámico.

Una derrota en Afganistán sería un golpe durísimo para el prestigio de los Estados Unidos y mortal para la Alianza Atlántica. Sería un desastre que el país se convirtiera de nuevo en el santuario del terrorismo yihadista y sería una catástrofe prácticamente inevitable que el fenómeno se contagiase con virulencia incontenible a un nuclear e islamista Pakistán. Pero nada de esto le ha llevado a Obama a urgir a los europeos a que salgan de su letargo y asuman mayores responsabilidades. Tampoco el peligro de que ayatolas promotores de actividades terroristas logren la ansiada arma atómica y sus portadores misilísticos de largo alcance. O el del inhumano régimen de Corea del Norte provisto ya ahora de esos medios.

Obama prefiere conservar su imagen de redentor presentando una América humilde, exculpatoria, rica en halagos, presta a escuchar a todos y no liderar a nadie. Las buenas formas son siempre valiosas en todas las circunstancias pero creer que ése es todo el problema resulta suicida. Las bellas palabras no libran al mundo de líderes y regímenes delincuentes ni los amansan, sino, muy al contrario, azuzan sus ambiciones y apetitos agresivos e incrementan su desprecio por los que se niegan a ver la feroz dinámica que rige su conducta.

Los ayatolas contestan a los ofrecimientos de Obama con un catálogo de agravios que América debe satisfacer y Kim el coreano celebra su discurso antinuclear en Praga con el disparo de cohetes que aspiran a llegar a cualquier rincón de la tierra. La cuestión que el buenismo izquierdista de Obama plantea es si la realidad se le impondrá forzándolo a tomarla en cuenta o si lo arrollará, convulsionando el mundo en el proceso.

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