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El desgarro afgano

Si un triunfo en un tiempo electoralmente útil no es factible, la prolongación de la guerra significa continuo desgaste y la derrota humillante un desastre: ¿qué hacer?

Supuestamente Obama tiene que elegir entre una estrategia de CT (contraterrorismo) y otra de CI (contrainsurgencia) y lleva semanas devanándose los sesos sobre el asunto. Ambas serí­an para ganar y ambas suponen permanecer, que es lo que le habrá asegurado a Zapatero, para inyectar firmeza en su siempre flaqueante resolución afgana.

Pero la realidad es que lo más angustioso para el presidente americano es dilucidar el impacto de la guerra afgana en sus í­ndices de aprobación y en el futuro electoral propio y de su partido. La constante con la que contamos es que no es ningún Bush dispuesto a arrostrar un tsunami de hostilidad mediática y partidista con tal de que su paí­s y su causa no sean derrotados, esperando que la historia le dé la razón aunque el presente lo triture. Obama hará lo que le sea polí­ticamente más rentable y dejará de hacer lo más costoso en esos términos. Por instintos y convicciones sus preferencias están con liar el petate y volverse. Su paripé de guerra buena frente a Irak y su desliz de hace pocos meses de "guerra necesaria" le pesan como una losa.

La otra constante es que el cansancio de guerra está ya alcanzado a la opinión americana y su bando es más sensible a éste que el contrario. Los americanos de a pie nunca han aceptado de buen grado ser los guardianes del orden internacional y quieren ver intereses directos en cada empresa exterior. Por encima de todo son triunfalistas y terminan volviéndose contra las costosas aventuras que languidecen durante años. El núcleo de extrema izquierda del electorado demócrata es radicalmente pacifista y ve imposible la victoria en cualquier guerra y considera inmoral y contraproducente todo uso de fuerza y beneficiosa cualquier retirada. Es cada vez más hostil a la misión afgana y su activismo no hará más que crecer. Tragarán mucho para mantener a su hombre en el poder pensando que cualquier alternativa serí­a peor, pero le plantearán un problema creciente y algunos se irán quedando en casa en sucesivas elecciones.

Porque de elecciones se trata. Mañana, martes tres de noviembre, habrá cuatro locales de las que habremos de ocuparnos la próxima semana por su enorme valor indicativo. Dentro de un año exacto tienen lugar las de medio mandato que renuevan un tercio del Senado y la Cámara de Representantes íntegra. En las filas demócratas hay inquietud y en las republicanas esperanza y en ambas la seguridad de que Afganistán va a pesar cada vez más. Por fin, en el 12, las presidenciales, y la única certeza es que para entonces no todo será una seda en el remoto paí­s centroasiático.

Una victoria rápida serí­a lo perfecto, pero nadie lo espera y menos Obama, que está hecho de la misma pasta que la extrema izquierda, los llamados progressives, progresistas. Una retirada a lo Vietnam serí­a también un desastre. Los americanos no gustan de guerras costosas y exóticas pero también aborrecen el ací­bar de la derrota. Sin contar el estremecedor rosario de consecuencias internacionales que tal fracaso supondrí­a. Y no hay manera de colgársela a Bush.

Si un triunfo en un tiempo electoralmente útil no es factible, la prolongación de la guerra significa continuo desgaste y la derrota humillante un desastre: ¿qué hacer? Las angustias de Obama vienen determinadas por su imagen y sus perspectivas internas. Es un juego en el que es prácticamente imposible ganar, sólo puede limitar daños. Se trata de preparar un abandono que pudiera camuflarse como un éxito –proclamar victoria y retirarse, se dijo en Vietnam–, o amortiguar los costos de la continuidad con el espectro de los peligros de la retirada y la esperanza de una victoria final ganada en plazos de continuos progresos. Este marco de intereses polí­ticos determina la estrategia militar por la que se opte y el número de soldados que se enví­en.

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