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El contraataque militar

Los militares, que pura y simplemente han sido el régimen desde que derribaron la monarquía en el 52, sacrificaron a su cabeza, Mubarak, pero no se hicieron el hara-kiri.

Los militares, que pura y simplemente han sido el régimen desde que derribaron la monarquía en el 52, sacrificaron a su cabeza, Mubarak, pero no se hicieron el hara-kiri. Ahí han estado controlándolo todo, o al menos lo importante, desde que su patrón se fue, firmemente decididos a seguir haciéndolo. Hasta hoy, la historia de Egipto desde el 24 de febrero del 2011, cuando la revuelta empezó en la plaza Tahrir de El Cairo, consiste en la interacción de las fuerzas del cambio y el incólume régimen, que en esencia aceptó un complicado y largo calendario electoral, para elegir las instituciones propias de una democracia, pero sin la más pálida sombra de una constitución, excepto la negativa que ellos tienen en mente. Cuando el proceso estaba llegando a su final, en las dos últimas semanas han tascado el freno y de nuevo han recordado que las reglas del juego son suyas y las cambian a placer.

Esas reglas, mal que bien, habían ido siendo pactadas, por el método de imposición-aceptación, con la Hermandad Musulmana, la más importante y vieja fuerza islamista, a lo largo de todo el proceso. El rudo parón actual significa que los generales no se fían de que sus enconados enemigos y reticentes socios vayan a atenerse a lo acordado una vez controlen los suficientes resortes del poder. En todo esto, los jóvenes occidentalizados movidos por ideales de derechos humanos y democracia, brillan por su ausencia. Pusieron en marcha el movimiento que rápidamente captaron los islamistas y lo han relanzado cada vez que se atascaba, siempre en beneficio de sus opuestos ideológicos, cuya posición negociadora frente a los militares reforzaban.

En esta ocasión, la Hermandad ha dado más directamente la cara, en una prueba de fuerza contra el bien atrincherado poder del medio siglo precedente, y ha sido ella la que ha convocado a sus huestes a manifestarse en Tahrir, el sancta sanctorum de la revolución, y en todo Egipto. Ciertamente entre ellos los hay dispuestos a llevar el pulso hasta el final, pero posiblemente sea una gran mayoría los que quieren continuar el juego que les ha permitido sobrevivir durante tantos años y desarrollar una organización tan poderosa y con tantos medios, comparados con todo lo que no sean las fuerzas armadas, lo que augura nuevas negociaciones de trastienda, con aceptación de las rebajas de poder que buenamente puedan conseguir. Aunque sus objetivos finales sean tan maximalistas como siempre, la sharía y hasta el califato que una políticamente a todos los musulmanes del mundo, la áspera realidad les ha llevado a desarrollar una inmensa paciencia y los ha hecho enormemente posibilistas. En esa realidad hay que incluir el inmenso hastío de sus conciudadanos, incluidos muchos de sus correligionarios. En febrero-marzo del año pasado, fuera de El Cairo sólo hubo manifestaciones en Alejandría y algunas ciudades del delta. Unos cientos de miles sin posibilidad de saber cuántos los apoyaban tras las cortinas de sus ventanas en un país de 82 millones. En la presente convocatoria han sido muchos menos.

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