Adivine el lector quién es el autor de estas palabras: "Los árabes-americanos aman su bandera y están tan afligidos por las atrocidades como nosotros (...). El terror no es la verdadera fe del islam. Esta no es la razón de ser del islam. El islam representa la paz mientras los terroristas representan el mal y la guerra".
¿Obama en El Cairo en junio de 2009? No: George W. Bush en la atacada Washington en septiembre de 2001. Pero el mismo mundo que obvió estas palabras de Bush entonces, recibe con una cursilería desatada idénticas palabras pronunciadas por Obama hoy. El primer triunfo de éste, tanto durante la campaña como en su presidencia, ha sido hacer una caricatura grotesca de Bush para a continuación oponerse a sí mismo como su virtuoso contrario. El mundo se lo ha creído, y Obama sigue utilizándolo; es lo que ha hecho hoy en El Cairo, deformando la política exterior de Bush para anunciar un nuevo amanecer de la paz mundial bajo su supervisión.
Ha hecho más cosas. La más grave, la adelantamos aquí el otro día: convertirse a sí mismo, simple jefe de Estado –aunque sea de la nación más poderosa de la tierra–, en interlocutor religioso, cultural y moral de la humanidad. No es culpa sólo suya: gran parte de Occidente acepta ya a un único mortal como dios y mesías. Él se deja querer. Pero jugando a ser Papa sin serlo, Obama ha cometido dos errores. El primero, manejar conceptos religiosos, culturales y morales con simpleza y desconocimiento. Obama ni es Benedicto XVI ni podría serlo, aunque él no lo sabe y con su tecno-zen de Blackberry y blogosfera pretenda superar hoy la teología cristiana y/o coránica. El segundo error ha sido, entre tanta abstracción, no despejar dudas –más allá de la palabrería habitual–, sobre las decisiones que tendrá que tomar en el futuro ante problemas reales y concretos. Aquí, quienes se preocupan por la democracia israelí o temen la nucleocracia iraní, tienen motivos para la inquietud.
Pero sin duda, su gran error es la identificación simplista entre islam e islamismo. Si ambas cosas son distintas –y lo son–, entonces no tiene sentido ir a Egipto a hablar de un desencuentro con el islam, sino ir a denunciar el barbarismo fundamentalista y mostrar apoyo a demócratas, disidentes y defensores de los derechos humanos en el mundo islámico. Ha hablado de radicalismos, sí, pero los ha explicado y justificado en el marco de injusticias históricas cuyo origen es el desencuentro entre su país y el mundo musulmán. Poco consuelo para el pastor o el ama de casa musulmanes reventados en un mercado de Bagdad en nombre de Alá y del Profeta.
Esta es la gran injusticia cometida por Obama en El Cairo. Hoy en día, en Afganistán o en Irak, musulmanes matan a musulmanes, pero Obama se dirige sólo a los verdugos como representantes de las víctimas, y les ofrece un diálogo que éstos –se lo ha recordado Bin Laden– no quieren. Para las víctimas –argelinos, iraquíes, afganos o palestinos– que sufren el totalitarismo islamista, y para los musulmanes que trabajan por edificar o mantener gobiernos respetuosos con los derechos humanos y la democracia, la noticia es pésima: Obama les ha abandonado. No ha mostrado compromiso alguno por la democracia ni por los esforzados musulmanes que la defienden, sino una simple preferencia, tan ambigua y subjetiva como impropia de un presidente americano.
Los problemas no son entre América y el islam, ni siquiera –como hubiese sido más correcto decir, aunque igualmente equivocado– entre el cristianismo y el islam. El conflicto que realmente debería preocupar a Obama es el conflicto entre democracia y libertad frente al radicalismo y al totalitarismo islámico. Este es el que está desangrando el mundo musulmán, salpicando de manera trágica y cruel a todo occidente, incluida América. Y si en este combate en el seno musulmán, la América de Obama no se pone del lado de la libertad frente al salvajismo, cabe preguntarse por el sentido que tendrá a partir de ahora, porque no será el mismo que fundó en el pasado una gran nación.