La comodísima verdad sobre el calentamiento global no es ni una certeza ni una teoría científica. Eminentes científicos –los últimos, en Japón– ponen en duda que sea la certeza indubitable que machaconamente se nos repite. Y lo peor es que ha dejado de ser una teoría científica, porque cada vez está más prohibido tratar de refutarla, actitud que es la esencia del conocimiento científico.
¿Qué es? Ni una teoría ni una certeza. En parte, es una ideología, una interpretación cerrada del mundo que nos rodea. Y por otro lado, más que una ideología, se asemeja a una religión dogmática, con unas verdades incuestionables que mandan a la hoguera –por ahora social y políticamente– a aquellos que osen criticarla. Entre estos dogmas, podemos señalar al menos cinco:
Uno, que es incuestionable la existencia de un calentamiento global a escala planetaria, que cambiará en pocos años lo que no ha cambiado en miles, llevándonos a un planeta inhabitable. Si hacemos caso a los fundamentalistas climáticos, en pocos años iremos a un cataclismo de proporciones milenarias. Dos, que este calentamiento es el culpable de todas las calamidades que ocurren y ocurran en el mundo, sean nevadas, sequías, lluvias, huracanes, guerras, hambre, terrorismo o inmigración. Todo puede explicarse por el saqueo salvaje del planeta. Tres, que el culpable de todo esto es el hombre, más concretamente el hombre occidental, y más concretamente aquel que vive en una sociedad democrática de libre mercado. Y por supuesto, si es norteamericano, muchísimo más.
Hay otros dos dogmas más, esta vez prácticos. El cuarto, la necesidad de acabar con el modo de vida occidental para no acabar con el planeta como única manera de evitar el Apocalipsis climático. Y cinco, la existencia de fuerzas malvadas –Bush, las petroleras, los capitalistas salvajes– que han tendido una red de conspiraciones para, mediante dinero, desacreditar a los pobrecitos ecologistas.
Su expresión actual es nueva, pero al fin y al cabo se trata del fundamentalismo ecologista nacido en la década de los sesenta en Estados Unidos, sólo que ahora en vez de sabotear excavadoras busca sabotear el modo de vida occidental. Eso sí, a la par que ha abandonado su marginalidad primitiva, se ha sofisticado. Es, más que una ideología, una religión y tiene dogmas, mitos, profetas y pecadores. Los dogmas, ya los hemos señalado. Se mezclan con los mitos –el protocolo de Kyoto uno de los más importantes– y los profetas, con Al Gore –Gorquemada–, como el elegido por los dioses para salvar a los humanos.
Y sobre todo tiene sus pecadores y sus arrepentidos. Con los doblepensadores climáticos, los liberticidas pueden ser generosos, pero los que perseveran en echar mano de la ciencia o de la libertad de expresión en su crítica son perseguidos con ahínco. Que algunos aguanten firmes los convierte casi en héroes de la libertad, como ha ocurrido en Nueva York, con una notable participación española. Pero sobre todo, la brutal presión que los cruzados del calentamiento global ejercen sobre quienes dudan sobre cualquiera de los dogmas, está dando lugar a un apartheid universitario e investigador donde los científicos más escépticos quedan apartados y marginados. Los Galileos de nuestro tiempo no arden en la hoguera, sino que se quedan sin fondos, son repudiados en público y desacreditados con criterios extracientíficos.
Y viceversa. Urge averiguar, cuantificar y listar cuánto, cómo y de qué manera se están haciendo multimillonarios asociaciones, grupos ecologistas, departamentos de investigación y funcionarios públicos gracias al fundamentalismo ecologista radical. Es una cantidad millonaria la que fluye de gobiernos e instituciones internacionales hacia determinadas manos, que –además– tienen mucho de oportunismo y poco de científico. Es así como el asunto del calentamiento global se convierte en el camelamiento global, mediante el que unos pocos se hacen muy ricos a costa de muchos. La historia de la humanidad, que ésta si que no cambia por muchos siglos que pasen.