Jamás he dudado de los funcionarios y los políticos que se dedican al urbanismo. Ni de los de Madrid, ni de los de ninguna otra ciudad de España. Nunca he dudado de los que trabajan en ayuntamientos del PP, así como tampoco he dudado de los que trabajan con corporaciones locales gobernadas por el PSOE. Los funcionarios son personas, como el resto de los mortales, con sus virtudes y sus debilidades. Por otro lado, como decía Lord Acton, el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe de manera absoluta. Así que trabajando en un medio totalmente intervenido como es el urbanismo sería de necios pensar que no hay corrupción. La hay a mansalva; a una escala más grande de la que la gente tiende a pensar.
El caso del urbanismo es paradigmático del efecto que tiene el poder sobre las relaciones humanas y las restricciones en la propiedad y la libertad individual. Políticos y burócratas se han erigido desde 1956 en amos absolutos de nuestras propiedades inmobiliarias. Unos y otros se han arrogado un poder sobre nuestras vidas que ya hubieran querido para sí muchos monarcas de la Edad Media. La centralización del poder urbanístico, debida primero al franquismo y luego al socialismo de ambos partidos, ha traído una marea de corrupción imparable. Los políticos, por el tipo de decisiones que nos han expropiado, cuando se corrompen suele ser en el terreno de los pelotazos de las recalificaciones. En cambio, los funcionarios suelen moverse en otro nivel: el de las licencias.
La operación Guateque parece haber encontrado una trama dedicada a lo segundo. Hasta el momento han sido detenidos 16 funcionarios en cinco departamentos distintos de la capital. Personalmente he visitado en numerosas ocasiones tres de las oficinas intervenidas por la Policía y no porque me guste martirizarme o localizar escenarios para películas tipo Brazil, sino porque hace cuatro años solicité una licencia de apertura de local comercial en la capital que nunca llega. Al parecer, la solicitud ha cobrado vida propia y deambula por departamentos del ayuntamiento en busca de firmas y sellos que están entre este mundo y uno situado en una cuarta dimensión.
Todo el que lo haya pasado por este mal trago sabe lo que es el despotismo de un burócrata cuando habla sobre tu propiedad. Es una verdadera pesadilla que no le deseo a nadie. Después de meses soportando que unos desconocidos te digan hasta el color que ha de tener tu casa o la forma de las puertas de tu local, uno empieza a desesperarse. Ese es el momento en el que alguien te susurra al oído que por qué no te ahorras esta travesía por el desierto y te reúnes con alguien que te puede ayudar a agilizar la concesión de la licencia. En mi caso, nunca me tentó esa opción. Estoy más interesado en comprobar que en este país el derecho a la propiedad privada ha sido limitado hasta extremos insospechados; que si Hernando de Soto hubiera hecho su famosa comparación sobre el tiempo que tardan en darte una licencia de apertura en Estados Unidos y en Perú pero sustituyendo al país andino por el ibérico, la diferencia hubiese sido aún mayor.
Sin embargo, me alegro profundamente por quienes, atrapados en el laberinto de la solicitud de una licencia, al menos encontraron esa vía de escape. Verse en la necesidad de pagar 20.000 euros a una red de estafadores para que te dejen usar tu propiedad puede ser una humillación moral, pero peor aún es no tener siquiera esa opción. Lo indigno es que una persona pueda estar años a expensas de políticos y burócratas hasta poder hacer algo con su propiedad. No estoy disculpando a estos chupatintas corruptos, ni mucho menos, pero no me cabe ninguna duda de que la verdadera corrupción, la madre de todas las corrupciones, es el sistema de urbanismo que ha ideado y defiende la inmensa mayoría de nuestros políticos. Sin el urbanismo socializado no habría tramas de corrupción urbanística; ni políticas, ni burocráticas.