Al final, Zapatero, que no iba a irse de vacaciones –por la crisis, decía–, sí se ha tomado unos días de asueto que ha empleado, entre otras cosas, para ir a pescar truchas al río Porma, en tierras de León. El balance de la jornada de pesca, según cuenta El Mundo, ha sido perfectamente descriptible: cero truchas.
En las riberas del Porma
los álamos acurrucan
el dulce rumor monótono
de las aguas impolutas.
Bajo el cristal de un remanso,
cual tornasoles que ondulan,
plácidamente conversan
dos encantadoras truchas.
Las truchas carecen, claro,
como fluviales criaturas,
de nombre propio o de pila,
pues entre ellas no se usa.
Sin embargo, en mi romance,
para allanar la lectura,
a la mayor de las dos
he dado en llamarla Úrsula
y a su amiga, más pequeña,
le he puesto el nombre de Obdulia.
Una charla subacuática
entablaban ambas truchas
en su lenguaje truchaico,
de traducción peliaguda.
Mas, tras espinoso estudio
e investigación profunda
(nótese en los adjetivos
el suave tono de zumba),
traduzco a lengua española
lo que en su cháchara húmeda
decían las dos amigas
que allí buceaban juntas.
— ¡Qué agradables hoy las aguas,
mi queridísima Úrsula!
— ¡Y qué mansa la corriente
que nos envuelve e inunda!
— ¿Te acuerdas ayer? ¡Qué risa,
qué cachondeo, qué burlas!
Cuando el tipo de las cejas
hundió sus piernas flacuchas
en el curso cristalino
del agua que nos arrulla
y, provisto de aparejos,
intentó probar fortuna
echando el anzuelo al agua
con esa carnada inmunda
y meneando su caña
de una manera tan burda
que ni la más mentecata,
ciega, borracha o estúpida
de todas las componentes
del colectivo de truchas
habría jamás picado
con artimaña tan chusca.
— Tienes razón, compañera.
Qué técnica más obtusa
la del flacucho de marras.
Pero has de saber, Obdulia,
que luego, al caer la noche,
cuando brillaba la luna,
por el sendero, a la orilla
del recodo de las nutrias,
allí donde los humanos
algunas veces deambulan,
un humano transeúnte
le hablaba a una traseúnta,
mientras yo, en un recoveco,
permanecía a la escucha.
Y le decía que el tipo
de las cejas puntiagudas...
¡no es otro que el presidente
del país que nos circunda!
— ¡No me lo puedo creer!
¿Que es presidente ese chuflas
que se tiró todo el día
chapoteando entre espumas,
resbalándose en las piedras,
haciendo el canelo, en suma,
y no sacaría un pez
ni utilizando un bazuca?
— Exacto, querida amiga:
no cabe ninguna duda.
¿No te fijaste en que ayer
hubo más guardias que nunca
vigilando los remansos,
los meandros y a las curvas?
— Pues ya que lo dices, sí.
¡Qué cosas que pasan, Úrsula!
Recuerdo que me contaba
mi abuelita Cunegunda
que antes de que yo naciera,
en época muy vetusta,
también vino aquí un sujeto,
bajito y con malas pulgas,
llamado el Generalísimo,
al que le trajeron truchas
de la piscifactoría
metidas en una cuba,
y las echaron al río,
mareadas y confusas,
para evitar que el baranda
se fuera sin sus capturas.
— ¡Qué simples son los humanos,
estimadísima Obdulia!
— Desde luego que en España
la simpleza sí que abunda,
porque que a un tipo torpón,
giliflautas y tarumba,
no le piquemos nosotras,
es normal, pues somos truchas,
pero que haya once millones
que le pican en las urnas
es una cosa tremenda,
¿o no estás de acuerdo, Úrsula?