Por el maestro Ho She Po
(Traducción)
Una vez más, como cuando escribí sobre Gallardón y, después, sobre cierto episodio en Génova, mi amigo fray Josepho me cede este espacio en Libertad Digital para que les muestre a sus lectores las delicadezas del haiku japonés pero adaptado a los gustos y la idiosincrasia del venerable pueblo español. El haiku, como ya tuve ocasión de exponer, es una estrofa mínima, de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, carentes de rima, de metáforas y de cualquier artificio retórico. Los poetas de mi país los utilizamos como síntesis impresionista del paisaje, como radiografía del instante y como expresión de una fugaz vibración anímica. Inevitablemente, la esencia descriptiva y zen del haiku se desvirtúa un poco al tratar asuntos españoles. Tampoco es fácil que el carácter sintético del idioma nipón pueda ser vertido sin cierto menoscabo a una lengua romance, tan distinta estructuralmente. Mi todavía insuficiente castellano no me habría permitido elegir las palabras justas de un modo satisfactorio, pero con la ayuda de fray Josepho, que sí domina los intríngulis de mi lengua natal, creo que la versión ha quedado muy digna. Mi interés por la política y la actualidad española es profundo. Llevo muchos años viajando a su gran país y estoy fascinado por las peculiaridades de sus gentes y, sobre todo, de sus líderes políticos. Nunca un hijo del Sol Naciente podrá acabar de entender el comportamiento y la mentalidad de los habitantes de este extremo occidental de Europa, pero créanme si les digo que dedico buena parte de mi tiempo al estudio de las esencias hispanas, que por alguna extraña razón conmueven mi ánimo de una manera especial.
En este caso, el episodio de la gasolinera entre José Blanco y el empresario Dorribo me ha llevado a componer estos haikus, medio españoles, medio japoneses, que quiero ofrecerles como ejemplo de la posibilidad de hibridación entre dos culturas ancestrales.
Guitiriz (Lugo).
Estación de servicio.
¿Resol o Cesa?
Llegan dos coches
con cristales oscuros.
Incertidumbre.
Todoterrenos
han cortado la entrada:
la Benemérita.
Del primer coche
bajan tres hombres jóvenes
con pinganillo.
Gestos entre ellos.
Desconcierto en el rostro
del empleado.
Trajes azules.
Gafas negras. Miradas
escrutadoras.
Se han desplegado:
estratégicamente
profesionales.
Del otro coche
sale el chófer y otea,
con rostro serio.
El empleado,
boquiabierto, lo mira.
"¿Súper o diésel?"
Gesto imperioso.
El empleado vuelve
a su oficina.
Nadie reposta.
Se aproxima un sujeto
desde la tienda.
Nuevas miradas
que en silencio autorizan:
"Puede acercarse".
Anda despacio.
Va llegando hacia el Audi
donde está el chófer.
Este le abre.
Los asientos traseros
son espaciosos.
Dentro, hay un hombre.
Cierra el chófer la puerta:
sube al volante.
El copiloto
(un escolta) y el chófer
se hacen el longui.
Francos saludos
sobre el cuero lujoso
de los asientos.
En el diálogo
hay sonrisas y algunos
sobreentendidos.
Ciertas palabras
se pronuncian con merma
de consonantes.
"Eso, a mi primo"
(estos cuatro vocablos
suenan con énfasis).
"No te preocupes"
(estos tres también suenan
muy claramente).
Chocan los cinco
(que son diez, si sumamos).
"Bueno, pues vale".
Torna el silencio
y regresan los hombres
del pinganillo.
Coches que arrancan.
"¿Dónde vamos ahora?"
"Al restaurante".
La Benemérita
abre con sus sirenas
la comitiva.
Visto y no visto.
La estación de servicio
vuelve a la calma.
El empleado,
más tranquilo, respira.
Huele a podrido.