Esta vez Ricart ni siquiera había pedido salir de la cárcel, ni había solicitado que le tocase la lotería de la Parot, pero, como en los premios grandes, el fiscal lo ha hecho todo por él. Nada, nada, a la calle, que ya es hora. Le han echado sin preguntar. Al asesino de Alcácer, le han puesto de patitas en la rue, y el equipaje por la borda.
El Gobierno ha puesto a los presos más allá de las rejas, y cuidado que alguno no se lleve encima una patada en el corvejón. Prácticamente no es que los suelten como una riada de maldad, como una inundación de peligro, sino que los echan de la prisión.
Miguel Ricart Tárrega, el único condenado por el asesinato de las niñas de Alcácer, estará en libertad después de cumplir unos años de propina sobre lo que venía siendo normal, para asesinos múltiples como él, hasta que en un pase de birlibirloque se inventaron la Doctrina Parot, que el Tribunal de Estrasburgo ha puesto a caer de un burro. La Parot en realidad era una componenda, perfectamente ilegal, débil como una barra de azúcar, que no podía durar, a pesar de ser un invento del Tribunal Supremo, olé la justicia, que lo mismo que la impuso la manda ahora a las tinieblas, porque nada es verdad ni mentira sino según el cristal del Supremo.
Bastante cínicos son los que encima ponen boca de asombro. Era un apaño, un parche, una distracción. Y todo el mundo lo sabe. Porque cuando se quiere hacer una ley en serio se legisla, no se la saca uno de donde los magos guardan la paloma.
Pero en esa línea se podría haber perdido el tiempo, como cuando se echan balones fuera. Hay que poner en la calle al violador del portal, pero primero se recorre uno todos los portales para ver si están cerrados. Qué prisa hay. ¿Quién quiere ser violado o muerto? Hay que poner en la calle al violador del ascensor, pero primero se engrasan bien todos los ascensores. Y después se obliga a los agresores sexuales a sacarse el carnet de identidad, con fotos bien modernas, con la jeta al aire, sin pelos en la cara, ni gorras de béisbol, ni lunetas de sol, que el asesino de Valladolid ha salido a la calle con un disfraz que ni en los tiempos de Esquilache. Aunque sea porque se va a dedicar a hacer obras de caridad y no quiere que se lo agradezcan.
Llevo décadas viendo sufrir a los padres de Leticia Lebrato, de Marta Obregón. Llevo años viendo sufrir a los familiares de Olga Sangrador, pero eso, ¿a quién le importa? ¿Alguien se ha creído de verdad que iba a haber una pizca de buen rollo con la justicia? Este sufrimiento se me hace ahora llanto y quebranto.
La fiscalía había prometido que revisaría caso por caso y se tomaría su tiempo, pero de pronto todo ha sufrido un acelerón, se ha terminado la comedia y ha empezado la tragedia: los peores violadores y asesinos están ya mismo en la calle, y todos a la vez, por las vías y plazas de la España nuestra. Por si faltara poco, hay varios brevas que se pasan de tontos, que han dicho que no se les puede vigilar hasta que cometan un nuevo delito. O sea que la Doctrina Parot, además de ser ilegal, expande el virus de la tontería como en un estornudo. Hay que ponerse a salvo, porque los tontos que mandan son muy peligrosos.
Miguel Ricart, al que yo entrevisté, por teléfono, en presencia de los funcionarios de prisiones, que tiene menos calorías que una barra de hielo en la nariz, va a salir sin haberse arrepentido, sin haber colaborado con la justicia, y todavía entero. No ha confesado, no ha dicho dónde está enterrado su colega Antonio Anglés, pero vamos a decirle que no nos chupamos el dedo.
Ricart está en las mismas condiciones que el violador del ascensor, que se dejó ver el otro día cubriéndose la jeró con una braga militar, una gorra de béisbol y unas gafas de ciego para vender cupones. Este abusador sexual es el asesino de Leticia Lebrato y de Marta Obregón. Tal vez con los años se hayan apagado su ansias eróticas, pero en la cárcel no hacen milagros.
Los políticos tampoco hacen milagros. Ninguno. El fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, apasionado de El hombre que mató a Liberty Valance, se ajustó el cinturón con un par y dijo que iba a verse caso por caso. O sea que una cosa es lo que diga Estrasburgo, que puede ser la letra, y otra, muy distinta, lo que marque nuestra música jurídica. Al rato se había acabado la rotundidad de la doctrina Torres Dulce, pues de pronto se puso el disco a 78 revoluciones y no hubo tiempo para gaitas. La música la ponen al chocar de los cuchillos. Este gobierno tiene tanta prisa que no ha esperado a que Ricart, condenado a 170 años por tres asesinatos y tres violaciones, acusado de arrancarle un pezón a una de las niñas de Alcácer con unos alicates, solicite formalmente salir de la prisión. No hay tiempo para eso. Se va, le guste o no. El gobierno ya mismo quiere fuera a toda la patulea, porque necesita una nueva armonía en el universo con etarras, asesinos múltiples y violadores en el portal de Belén.