Se supone que la justicia se hace para el común de los ciudadanos. Y en especial para las víctimas, aunque últimamente, sea porque tenemos un mal ministro de justicia o por cualquier otra razón, lo cierto es que la justicia no se sabe a quién sirve, o si sirve para algo. Por el momento, condena sin motivo a una madre a prolongar el duelo, tras una instrucción cansina, correosa y poco ilustrada, que en otro país de la UE, estoy muy seguro, habría merecido una inspección a fondo.
La madre ha soportado un juicio, ha aguantado pacientemente, mientras que jugaban con los restos de sus hijos a adivinar qué eran, unos y otros, escandalosamente confundidos. Los policías investigaban y todas las pruebas les mandaban una y otra vez a la hoguera de Las Quemadillas, y allí había una señora ignorante que les convertía la investigación en papel mojado diciendo que lo hallado entre las cenizas eran restos de animales. El espectáculo fue desolador, vergonzoso. Sobre todo porque no se ha visto a la autoridad actuar con suficiencia, emplumar a los negligentes ni cambiar a los inútiles.
Esto, de todas maneras, no quiere ser una crítica: es un ruego, una súplica, una petición, con todos los respetos a Su Señoría, el juez instructor del caso de los niños desaparecidos de Córdoba, el llamado caso Bretón, a quien la madre, Ruth Ortiz, ha solicitado que se le entreguen los restos para darles sepultura; y el juez lo ha negado. Basándose en supuestas razones jurídicas. Para mí que no hay razones que valgan, ni miedos que no deban plegarse a la necesidad imperiosa de reparar el daño. Entregue usted los huesos, que ella ha prometido darles cobijo de forma cuidadosa, por si alguna otra negligencia obligara a sacarlos de nuevo. Algo que no debería pasar, pero el procedimiento cuenta con recursos tan inciertos, que yo mismo no me atrevería a asegurar que no hiciera falta otra vez comprobar lo comprobado.
Los huesos han sido identificados, hasta donde ha sido posible reconocerlos como humanos, por varios peritajes, entre ellos al menos dos de factura muy respetable y exactos. Nada más puede esperarse. Todos los consultados coinciden en que no hay forma de extraer el ADN de trozos tan calcinados, por tanto habrá que ponerles nombre por otros medios. Pero tenemos convicción suficiente sobre lo que queda de Ruth y José, de seis y de dos años. Tan seguros estamos que el tribunal popular ha declarado culpable de la doble muerte a Bretón y la madre quiere celebrar el entierro.
Su Señoría, el juez instructor, tuvo por huesos de roedores estos mismos que niega a la cristiana sepultura durante diez meses, sin decidirse a pedir una segunda opinión, aunque estoy seguro de que nada más fijarse en la falta de ciencia con la que se manifiesta la perito policial se habría dado cuenta de que era preciso un verdadero sabio que hiciera la valoración de la prueba.
Pero ahora, más allá de carencias y rubores, de fallos y desatinos, se trata de reponer las fuerzas de una pobre madre, que estaría mejor, mucho más segura y conforme si le entregaran los huesos. Y si hiciera falta siempre le queda el recurso de una exhumación, que será menos dolorosa que esta incertidumbre de la pobre Ruth, que se imagina a sus hijos en lo alto de una estantería, perdiendo prestancia y sustancia, como al parecer ha sucedido ya con el resto número ocho, utilizado para pruebas y quizá destruido por la manipulación.
Aunque para la ciencia médica, y también para la ciencia legal, los huesos de los que hablamos no sean más que materia inanimada, para los seres humanos que dejamos la ciencia en casa cuando salimos a pasear, los huesos de Ruth y José es lo que queda de dos seres muy queridos, que fueron la razón de vida de la que les llevó en su vientre. La justicia debe arriesgar la molestia de una posible exhumación, o cualquier otra cosa, a cambio de lograr un bien inmediato, urgente, humano: el término de una ansiedad, el final de una angustia, el consuelo de un dolor que primero arrebató la madre a sus hijos, luego los confundió con animalitos quemados y finalmente los ha convertido en pruebas inertes de una burocracia sin escrúpulos que trata mal a todo el mundo, pero peor si cabe a las víctimas que a los verdugos.
Por todo ello, sería un bendito bien judicial adelantarse a la farragosa burocracia y atender primero la urgencia del dolor. Saque pecho, Señoría, como si fuera el juez de una película americana y ponga por delante el bien de las víctimas: entregue a Ruth de una vez lo que queda de sus hijos, y si puede aligere el trámite para que se cubran del manto purificador de la tierra, que a todos nos iguala. Y viva su señora madre.