La virulenta reacción de PSOE, IU y (¿sorpresa?) UPyD a la imperfecta reforma de la ley del aborto anunciada por Gallardón revela muchas cosas sobre la izquierda actual. De un lado, su indigencia teórica: Rubalcaba no encuentra bazas dialécticas más altas que denigrar como "extrema derecha" al 41% de españoles que defienden la vida prenatal, apelar zafiamente al rencor de clase ("Las ricas abortarán en Londres") y alegar que la restricción del aborto "nos aleja de Europa" (omitiendo que casi toda Europa del Este ha limitado el aborto o promovido la maternidad en los últimos años: por ejemplo, la reforma polaca de 1993 y la protección del nasciturus en la Constitución húngara de 2011). El pseudoargumento "Debemos hacerlo porque se hace en Europa" ofende a la inteligencia: hacia 1940, "imitar a Europa" hubiera significado incorporarse al neue Ordnung del Lager y el Gulag; en 2013, la europeidad bioética significa permitir que fetos de 14 semanas –que ya tienen corazón, miembros y sensibilidad al dolor– sean despedazados con un cuchillo en el seno materno. Es un honor para España desmarcarse de la Europa de los abortorios, reforzando el frente de resistencia provida: Irlanda, Polonia, Malta, Hungría…
Pero la indignación de PSOE, IU y UPyD confirma también hasta qué punto el foco de la izquierda postmoderna se ha desplazado de las cuestiones socioeconómicas a las moral-culturales. Ser de izquierda tiene hoy más que ver con propugnar el aborto libre, la ideología de género, los "nuevos modelos de familia", el ecologismo o la eutanasia que con la nacionalización de la industria, los planes quinquenales y la jornada de ocho horas. La izquierda ya no es socialista sino sesentayochista. Ha fracasado en la revolución socioeconómica, pero sigue aspirando a la revolución de las costumbres. Ha renunciado a la socialización de los medios de producción, pero no a la del orgasmo. Pues, en efecto, buena parte de las reivindicaciones neoizquierdistas tienen un nexo lógico con el dogma de la libertad amorosa ilimitada. El aborto libre es una red de seguridad contraceptiva necesaria en una sociedad sexualmente permisiva, para los casos en que fallen los anticonceptivos o el sujeto no tenga ganas de usarlos (lo cual ocurre con frecuencia, a juzgar por el enorme número de abortos). El retroceso del matrimonio –banalizado por la nueva izquierda como "diversificación de los modelos de familia"– también es consecuencia inevitable del imperativo sesentayochista de variedad y libertad sexual ("derecho a enamorarse de nuevo", rechazo del compromiso definitivo).
La reforma Gallardón marca un hito histórico: es la primera vez desde la Transición que la derecha planta cara a la izquierda en el terreno moral-cultural, revocando una de sus leyes emblemáticas. Aznar no lo hizo. La alarma del PSOE está justificada: ellos estaban acostumbrados a la absoluta docilidad cultural de un PP de contables que simulan creer que "la economía lo es todo" (Rajoy dixit). El monopolio ideológico de la izquierda en cuestiones extraeconómicas ha sido impugnado por primera vez. Aún se están restregando los ojos.
Gallardón ha dado una patada a un avispero; se ha implicado con audacia en una de las grandes batallas culturales de nuestro tiempo. Pues bien, a la guerra como en la guerra. Abórdense las cuestiones de fondo: la pertenencia del feto a la especie humana, su rápido desarrollo, la crueldad siniestra de los métodos de aborto, el principio moral de asunción de responsabilidad por los propios actos (quedar embarazada no es una fatalidad, como contraer una gripe, salvo en caso de violación), los graves daños psicológicos que el aborto a menudo produce a la mujer, la inasumible sangría demográfica que supone para un país en dramática pendiente de envejecimiento que uno de cada cinco embarazos terminen en aborto voluntario... Inténtese influir en las convicciones; combátase por el alma de la sociedad, como hace la izquierda cuando está en el poder. Complétese la restricción del aborto con una ley integral de apoyo a la maternidad y la familia –que Rajoy prometió en 2009 y no ha cumplido–, insertándola así en una campaña más amplia de promoción de la vida. Gallardón dio la talla en la presentación del proyecto, refiriéndose a la humanidad del feto. Rajoy, en cambio, se mostró elusivo e inane en su rueda de prensa, no atreviéndose siquiera a llamar al aborto por su nombre ("la ley sobre ese asunto") y no encontrando más argumento que "el retorno a la ley de 1985, que suscitaba consenso".
La marea de voces peperas que reclaman una rebaja del proyecto hace temer lo peor. ¡Qué curioso que, en un partido caracterizado por el "prietas las filas", haya sido precisamente en este tema decisivo donde se hayan manifestado por primera vez discrepancias! Los que callaron ante la subida de treinta impuestos o la excarcelación de Bolinaga protestan ahora por la protección del no nacido. En realidad, el proyecto necesita ser mejorado… en el sentido exactamente opuesto al que sugieren Cifuentes u Oyarzábal. El punto negro del proyecto Gallardón es la persistencia del "peligro para la salud psíquica" como supuesto despenalizador: es el coladero que hizo que la ley de 1985 funcionase de facto como una ley de aborto libre. Es cierto que ahora se exige el informe de "dos médicos ajenos al centro que realice el aborto". Pero es previsible que surjan decenas de psiquiatras comprometidos con la causa abortista y dispuestos a extender los certificados de forma sistemática. El de la "salud psíquica" fue desde el principio un supuesto tramposo, no objetivable, introducido para convertirse en vía subrepticia hacia el aborto libre. No se sabe de ninguna mujer que se haya vuelto loca por tener un hijo; en cambio, muchas quedan dañadas perdurablemente por el síndrome post-aborto.
Sólo tiene sentido patear el avispero si se está dispuesto a librar la batalla cultural consiguiente… y si todo sirve para disminuir el número efectivo de abortos. No tiene sentido arrostrar el coste político-mediático de esta medida si no es para salvar realmente miles de vidas. Dejar en pie el supuesto de la salud psíquica supone un alto riesgo de retorno a la situación de 1985-2010, con cifras de aborto casi tan elevadas como las actuales. La fórmula para reducir de verdad la incidencia del aborto es conocida, pues ha sido aplicada con éxito en Polonia desde 1993: comisiones médicas oficiales que acrediten de manera fiable el peligro para la salud de la mujer. Este procedimiento objetivador serio ha reducido allí el número de abortos desde más de 123.000 (1987) a menos de mil anuales a partir de 1993 (pues los embarazos resultantes de violación o que supongan peligro real para la mujer no sobrepasan esa cifra). La imitación del modelo polaco es la alforja que falta para que este viaje merezca la pena.