Desde la formación del gobierno Netanyahu venimos recibiendo de distintos medios la idea de que se ha producido un cambio importante en la política exterior israelí, que se podría resumir en que mientras el gobierno Olmert aceptaba la idea de un Estado palestino, su sucesor la descarta. La tensión con la comisaria europea Benita Ferrero-Waldner sobre esta cuestión y el reciente discurso del Papa Benedicto reclamando un Estado palestino serían pruebas de este supuesto cambio.
Para cualquiera que siga la política israelí esta visión un tanto simplista resulta difícil de asumir. Tanto el premier Olmert como su ministra de Exteriores Tzipi Livni formaron parte del equipo de Sharon, cuya política se caracterizó por el abandono del proceso de paz y la opción del desenganche unilateral. Se mantenían conversaciones con los dirigentes palestinos para dar imagen de diálogo, pero desde el convencimiento de que nada se podía esperar ante la profunda división del campo palestino, en guerra civil latente entre nacionalistas e islamistas. Era necesario separar a ambos pueblos, pero eso sólo sería posible desde el unilateralismo israelí. Fue entonces cuando se abandonó Gaza, levantando asentamientos.
Durante el gobierno Olmert la diplomacia israelí optó por ceder a las peticiones norteamericanas de intensificación del diálogo con los palestinos. En plena crisis de Irak y con la cuestión iraní de fondo, el Departamento de Estado trataba de fortalecer lazos con los Estados árabes y el proceso de paz palestino era un tema clave para lograrlo. Se habló mucho y no se avanzó nada. Los asentamientos judíos continuaron creciendo y la Conferencia de Annapolis fue un ejercicio vacío para ganar tiempo.
El gobierno Sharon, como el presidido por Olmert o el actual dirigido por Netanyahu, comparten lo fundamental: la idea de que no es posible negociar nada ante la inexistencia de un gobierno palestino medianamente representativo y el convencimiento de que es necesario separar a ambos pueblos. Este acuerdo en lo principal explica cosas que de otra manera resultarían sorprendentes, como es el caso de que el Partido Laborista se haya sumado a la nueva mayoría parlamentaria, reteniendo Ehud Barak, antiguo primer ministro y líder de los socialistas israelíes, la cartera de Defensa.
Tzipi Livni rechazó entrar en la mayoría parlamentaria, a pesar de las presiones de Netanyahu, porque cree que hay que mantener el paripé diplomático para así fortalecer el vínculo con Estados Unidos y porque no quiere ser segunda de Bibi. Confiaba en un rápido desgaste para recuperar el poder. De ahí que la opción final adoptada por los laboristas le haya afectado tanto.
Netanyahu no es hombre de paripés, como tampoco lo es Lieberman. Quieren plantear la realidad en toda su crudeza, precisamente porque buscan una solución y no sólo ganar tiempo. El hoy primer ministro lo puso por escrito en un artículo publicado en Financial Times: no hay espacio para el proceso de paz, pero sí mucho que hacer. A su juicio, lo urgente es crear una infraestructura económica que ofrezca a la sociedad palestina una opción de futuro, y que los Estados árabes –Jordania en el caso de Cisjordania y Egipto en el de Gaza– asuman finalmente su administración. No es que el Likud no reconozca el derecho palestino a tener un Estado, es que los palestinos no están en condiciones de gobernarse a sí mismos. Para la delicada diplomacia europea o vaticana esto puede resultar "incorrecto", pero lo que ellos hacen es hipócrita, porque saben perfectamente que el reconocimiento de un Estado palestino sería la antesala de una guerra civil. Es muy fácil dar lecciones morales, no lo es tanto enfrentarse a la realidad con responsabilidad. Podemos seguir engañándonos jugando con un proceso de paz meramente virtual, pero con ello sólo lograremos prolongar la angustia de la población palestina.