Un término parece representar la política exterior norteamericana bajo la nueva Administración: engagement. En su acepción diplomática la palabra en cuestión trata de indicar que los intereses de Estados Unidos estarían mejor representados si se lograra llegar a un entendimiento sobre mutuos intereses con el conjunto de las restantes potencias, lo que en cualquier caso requeriría de un esfuerzo negociador para establecer esas áreas donde los intereses de unos y otros se encuentran.
Estamos en una época en que la política es un permanente ejercicio de comunicación. Los profesionales se esfuerzan por golpear primero y dar un perfil positivo a la imagen de una determinada política. El engagement se nos presenta así como la alternativa al unilateralismo de Bush y como la recuperación de una tradición que tiene como máximo representante –¡qué vueltas da la vida!– al mismísimo Henry Kissinger. No sé cuanto tiempo se mantendrá en pie esta imagen, ni en qué medida se la creen sus propios promotores, pero en cualquier caso no es verdad todo lo que, implícita o explícitamente, se da a entender.
Para Kissinger el engagement era un objetivo fundamental al que se llegaba desde una combinación equilibrada de diplomacia y fuerza (latente –disuasión– o explícita). Como clásico "realista" sabía que nada alejaba más a Estados Unidos de la consecución de sus intereses nacionales que la imagen de debilidad. Llegó a un importante entendimiento con los soviéticos, pero a costa de garantizar el holocausto nuclear si daban un paso en falso. Para Kissinger, como para tantos otros a lo largo de la historia de la humanidad, la búsqueda de un compromiso con el rival o con el enemigo no estaba reñida con la amenaza militar. Más bien al contrario.
¿Era Bush, como los obamitas dan a entender, un enemigo del compromiso? No. También él trató de entenderse con Putin y al final se encontró con las mismas dificultades que Obama en su reciente y nada exitoso viaje a Rusia. La diplomacia de Bush fue un desastre, pero no porque creyera más o menos en el engagement o en el dichoso unilateralismo, sino porque como presidente no fue capaz de mantener un rumbo coherente durante los ocho años de su mandato.
La comunicación tiene tanta importancia en nuestros días que se diseñan políticas no en función de la realidad sino a partir de un previo discurso de oposición. El problema es que lo que vale para ganar elecciones no sirve para gobernar. El programa nuclear iraní, la crisis de la democracia en América Latina o el apoyo de Rusia y China a regímenes islamistas tienen su origen en raíces profundas, que poco tienen que ver con Bush o con la mayor o menor disposición al compromiso de la diplomacia americana.
El riesgo está en que el entorno de Obama interprete el engagement no en su sentido tradicional, el que todos vinculamos a la figura de Henry Kissinger, sino en clave "buenista", como claudicante estrategia de apaciguamiento. Es pronto para afirmarlo de forma taxativa, pero determinados gestos en América Latina y en el pulso con Irán nos recuerdan demasiado los penosos días de Carter en la Casa Blanca.