Durante cerca de veinte años, España se iluminó, sí, pero por los chispazos que saltaban de los pronunciamientos militares, las traiciones, los perjurios, las guerras en ultramar y los fusilamientos sumarios al amanecer. Fueron los años de Fernando VII, el más canalla, bellaco, ruin y miserable de todos los monarcas que en España han sido. (Y en el tintero me dejo lo de felón por no repetir lo que está en mente de todo el mundo).
Al finalizar la guerra contra Napoleón, los españoles estrenaban algo más que una bien merecida independencia. Estrenaban nación, régimen, optimismo, Constitución y planes de futuro. Por una vez, aunque sólo fuese por una, España sería quien inspirase al resto de Europa el amor por la libertad y el valor del patriotismo. Así fue hasta, más o menos, el momento en que el rey legítimo, un caradura abotargado que se había pasado la guerra en Francia dándose la vida padre a costa del invasor, desembarcó en Valencia. El 4 de mayo de 1814 puso el pie en el muelle... y derogó todo lo que habían dictado los que hasta ese momento se denominaban a sí mismos Padres de la Patria.
De un plumazo, la Pepa pasó a ser material de contrabando, y los que la defendían tuvieron que escoger entre pedir perdón por las travesuras pasadas o ingresar de buena gana en una celda para evitar la horca. Y todo con el concurso entusiasta del pueblo llano, que gritaba alborozado por calles y plazuelas: "¡Vivan las caenas!".
El Rey, que se sabía deseado por el pueblo, había tomado tal decisión tras revisar con regocijo un documento redactado por 69 diputados. Se trataba del Manifiesto de los Persas, llamado así no porque a los abajofirmantes les hubiese dado un arrebato oriental, sino porque, según decían, entre los antiguos persas existía la costumbre de tolerar cierta anarquía durante los cinco días inmediatamente posteriores a la muerte del soberano. Esos años de desmadre liberal y constitucionalismo fueron nuestra anarquía persa. Había llegado, pues, el momento de poner coto a tanto desbarajuste y devolver las cosas a su orden natural, que no era otro que el plácido e inmutable mundo del antiguo régimen.
Pero que el Rey quisiese meter a España en la máquina del tiempo no significaba que todo el mundo estuviese dispuesto a embarcarse en semejante viaje. No habían pasado seis meses de la llegada de Fernando a Valencia cuando Francisco Espoz y Mina, un patriota navarro que se había jugado el pellejo contra los franceses, se levantó en Pamplona. Con muy poco éxito: los rebeldes fueron desarmados y su cabecilla hubo de emigrar a Francia, donde se hizo masón, para rumiar nuevas conspiraciones. Que las habría.
Un año después, otro general, Juan Díaz Porlier, que era de los que habían preferido la cárcel antes que disculparse, enseñó los dientes en Galicia. Organizó un cuerpo armado en La Coruña y con él se dirigió a Santiago de Compostela, con intención de tomarla al asalto. No llegó ni a la mitad del camino: mientras descansaba la tropa en un pueblillo a la ribera del Tambre, un sargento de marina le traicionó y se lo llevó preso a la Real Audiencia de La Coruña. Allí fue juzgado y ahorcado en una semana. Ni a presentar recurso le dio tiempo.
Al año siguiente casi se arma en Madrid. Sólo una delación evitó un cuartelazo en la guarida del ogro. El general Vicente Richart, artífice de una alambicada organización secreta llamada El Triangulo, fue detenido y ahorcado tras descubrirse su plan de secuestrar al Rey. Ésta de El Triangulo era una curiosa sociedad de conspiradores al estilo masónico: cada uno de los iniciados en la trama sólo podía conocer y confiar sus secretos a otros dos, para evitar que la red fuese desmantelada. El problema es que aquí no estábamos para sofisticaciones masónicas y, claro, uno se fue de la boca.
En 1817 el general Luis Lacy se pronunció en Barcelona, con tan poca fortuna como sus predecesores. Fue apresado, juzgado y fusilado en el castillo mallorquín de Bellver. Ese mismo año, claro. Parecida suerte corrió Juan Van Halen en Murcia, aunque, viéndolas venir, supo poner tierra de por medio, tanta como le fue posible: llegó hasta Rusia, y allí se alistó en el ejército de zar. En 1819 el coronel Joaquín Vidal se conchabó con catorce oficiales para hacerse con el control de Valencia, pero fracasó... y pagó por ello; con la vida, evidentemente.
Pasó entonces lo que tenía que pasar, que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. La sedición en España era un juego de niños en comparación con la de las colonias americanas. Un virreinato tras otro había ido proclamando la independencia, ante la pasividad primero y la impotencia después de la Corona. Para salvar la poca ropa que iba quedando al otro lado del Charco, se concentró un gran ejército en Andalucía. El objetivo era embarcarlo cuanto antes, pero sus generales no tenían la menor intención de sofocar una revuelta en aquellas lejanas tierras, que a esas alturas ni les iban ni les venían. Lo que querían era que el Rey aceptase la Constitución, nada más. Cabezones que somos.
Lógico que el golpe de gracia se lo diesen al Rey en un pueblo de Sevilla llamado Cabezas de San Juan. Rafael de Riego, un veterano que había hecho la Guerra de la Independencia de cárcel en cárcel y simpatizaba con la causa liberal, se sublevó ante sus hombres apelando a la salvación de España: era preciso que "el rey Nuestro Señor jure la Ley Constitucional de 1812".
El pronunciamiento fue un fracaso... relativo. Ante la indiferencia popular, el batallón de Riego se echó al monte, y cuando estaba a punto de disolverse, otro pronunciamiento, esta vez en Galicia, reavivó la hoguera de la insurrección.
En marzo las llamas alcanzaban el Palacio Real. En su interior el Rey, que ante todo y sobre todo era un cobarde, se avino a razones y entonó con el mayor de los cinismos el célebre "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". Mentía, claro que mentía, pero dejó hacer a los liberales porque apreciaba más el poder que el gaznate de su camarilla de rufianes, los Escoiquiz, Calomarde y compañía que malbarataban el país desde la vuelta del monarca. Fernando VII traicionó todo y a todos, menos a sí mismo, pues nació y murió hecho un completo sinvergüenza.
Aquella primavera adelantada de 1820 dio comienzo el Trienio Liberal. Trienio, porque duró tres años, y liberal porque, al menos de espíritu, fue, aproximadamente, eso mismo. Riego se convirtió en una figura de leyenda merecedora hasta de su propio himno, una tonadilla ligeramente empalagosa que, en multitud de versiones, traería cola durante años. Pero, fiel a su tradición de hacer a los hombres y gastarlos, España pronto se olvidó de él, y fue degradado y perseguido.
Despojado de la pompa y los honores de los primeros días, Riego resistió hasta que, acorralado en un cortijo de Jaén, cayó en poder de los realistas. Meses después fue ejecutado en la plaza de la Cebada de Madrid, para solaz del mismo público que, tres años antes, se había echado al pie de su caballo para besarle la mano.
El Trienio fue tan convulso que los diputados liberales sólo tuvieron tiempo (y ganas) de escindirse en dos corrientes: la moderada y la exaltada. Los unos se conformaban con lo que había, confiando en que, con el tiempo, las ideas liberales echasen raíces en un país que era totalmente refractario a ellas. Los otros querían ir más rápido, acometer poderosas reformas que pintaban muy bien sobre el papel y que hacían las delicias de los revoltosos de café, miembros todos de esas sociedades patrióticas que proliferaron por las tabernas madrileñas.
Ante semejante panorama, Fernando VII, que era torpón de naturaleza pero astuto y enredador, fue pensando en el recambio. Ni olvidaba ni perdonaba la traición de los que le habían obligado a firmar la Constitución al son del Trágala, una coplilla gaditana muy pegadiza que decía:
Trágala, trágala
Vil servilón
Trágala, traga
La Constitución
El principal escollo que Fernando tenía que sortear era el ejército, nutrido de furibundos liberales que no iban a cambiar de ideas por las buenas. Si no hablaban las armas, la Constitución duraría para rato, de modo que el Rey reclamó la ayuda de las potencias vencedoras de Napoleón. Los monarcas de Prusia, Austria y Rusia, empeñados en revivir una Europa que había dejado de existir, constituyeron una alianza, bautizada como Santa, para combatir aquellos desórdenes liberales que amenazasen la paz continental. Esos eran los hombres de Fernando VII. Trabó en secreto contacto con ellos, y en el Congreso de Verona se decidió enviar a España un ejército que "liberase" al rey de España del yugo liberal.
En abril de 1823, con las Cortes paralizadas y el país dedicándose a lo suyo, un ejército que se había puesto de nombre Los Cien Mil hijos de San Luis, quizá para ocultar que sus soldados eran tan franceses como los de Murat, cruzó el Bidasoa apurando el paso, para llegar a Madrid lo antes posible. El Gobierno, que se había dedicado a los juegos florales y a discutir en el Parlamento, no supo planear la defensa y, con el Rey como rehén, se trasladó a Sevilla, y de ahí a Cádiz.
Otra vez la misma historia, pero con diferentes actores. El general de la tropa expedicionaria, Luis de Borbón, duque de Angulema, un noble que años después llegaría a ser rey de Francia durante una semana, llegó sin problemas hasta Cádiz y se lió a bombazos, que ya hay que ser desaprensivo e insensible para hacer algo así con la Tacita de Plata. En el interior de la ciudad-isla, los miembros del Gobierno no tenían demasiado donde elegir: o se rendían y entregaban al Rey, o entregaban al Rey y se rendían. Podían cambiar el orden de los factores, pero no el producto final.
Para no quedar mal, que las apariencias en España han sido siempre asunto muy serio, llegaron a un acuerdo con el de Angulema: soltarían al Rey a cambio de que éste mantuviese el orden constitucional. Ni que decir tiene que, según franqueó la puerta de la ciudad, Fernando VII se unió a los invasores y mandó que prosiguiese el bombardeo.
Las tornas cambiaron y el régimen volvió por donde solía, con el Rey restituido en el trono como monarca absoluto. Pero esta vez lleno de rencor y supurando bilis por todos sus poros. Diez años le quedaban de reinado, una década que, no por casualidad, se conoce como Ominosa. Años oscuros, de represión, cierre de periódicos y repliegue de la nación sobre sí misma, como si los tiempos no fueran con ella.
A la muerte de Fernando VII, acaecida en 1833, España estaba dividida en dos facciones irreconciliables, listas para echarse la mano al cuello tan pronto como se sellase la tumba del Rey en el panteón de El Escorial. Y así fue: durante buena parte del siglo, unos y otros se dieron de lo suyo en las guerras carlistas, una especie de guerra civil por entregas que consumió preciosas energías y condenó el país a la inestabilidad perpetua.
Ahora bien, no todo fue tan malo: a tan infausto reinado debemos, al menos, dos refranes que han pasado a la historia y aún utilizamos con frecuencia. De la afición a las partidas amañadas de billar que tenía el Rey nació el "Así se las ponían a Fernando VII". Por las bolas, claro. Lo cobardón y aprensivo que era dio origen al famoso "Vísteme despacio que tengo prisa", pronunciado, según cuentan, por el propio monarca cuando los ministros requirieron su presencia tras enterarse de que Napoleón se había escapado de la isla de Elba.
Todo lo demás fue un desastre. Por desgracia, una vez más, cabe decir aquello de: "A tal rey, tal reino".
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