Los príncipes serían los candidatos naturales para las princesas; pero ellos no tienen el menor problema y se enrollan con las cenicientas, las blancanieves y las bellas durmientes con tal de que estén buenas. Es una pena, porque las pobres princesas, sin madrastras ni enanos, ni hadas madrinas que les saquen las castañas del fuego, se empeñan en besar sapos para que se conviertan en príncipes. Pero, estadísticamente, las posibilidades de que tenga lugar esa metamorfosis tienden a cero.
Cuanto más alto es el estatus de una chica, más difícil le resulta casarse. Cosa más rara, ¿no? Pues no, porque en la naturaleza machos y hembras, en casi todas las especies, responden a una ley biológica que se llama hipergamia y por la cual, mientras los machos aceptan hembras de cualquier rango, las hembras, en cambio, sólo aceptan a los machos de estatus igual o superior. Lo que se busca es una buena herencia genética y, en el caso de los humanos, también una seguridad económica. El comportamiento del mercado matrimonial muestra claramente que, en conjunto, las mujeres ascienden mediante el matrimonio. La mayoría de los maridos tienen más edad, mejor trabajo y mayor salario que sus esposas. Es una especie de dote que las mujeres exigen a los hombres y que mejora la calidad de los hijos.
Es fácil para una mujer modesta encontrar un marido por encima de su estatus. Es más, si tiene habilidad, puede apañar el premio gordo como alguna que yo me sé. Los varones ricos, inteligentes o poderosos son como imanes para las macizas pobres y ellos escogen según les pide el cuerpo, normalmente, ignorando a sus compañeras de rango. En cambio, los hombres pobres y fracasados se comen poquísimas roscas. La hipergamia en el matrimonio es como una cremallera mal cerrada: sobran dientes por abajo en el lado masculino y sobran dientes por arriba en el lado femenino. La sociedad alienta los matrimonios hipergámicos, que, todo hay que decirlo, también tienen un efecto negativo, como es conceder un extra de poder a los maridos.
Como los varones de rango superior están entretenidos en otros estratos sociales, no quedan candidatos para las mujeres de rango superior y muchas se quedan solteras. En las cuatro esquinas del mundo se ha vivido esto como un problema y se ha intentado buscarle una solución. En las culturas polígamas lo sobrellevaban mejor, porque donde caben dos esposas, caben tres. Para las monógamas es diferente. En España se crearon conventos y órdenes religiosas para acoger en su seno al excedente femenino del mercado matrimonial de sangre azul. Las Descalzas Reales son un ejemplo. Pero en la India, que ha tenido un sistema de castas muy rígido y donde es casi impensable la soltería, se recurría con frecuencia al infanticidio femenino en las castas superiores, precisamente las que no tenían problema para criar a las niñas y darles dote.
A las mujeres rebeldes siempre les quedó el recurso de ponerse el mundo por montera: fugarse, dejarse raptar o, simplemente, ponerse terca y casarse con un hombre pobre. Pero el novio, entonces, está mal visto por la sociedad y se dice que ha dado un braguetazo. En la Edad Media había que sudar el braguetazo, porque el suegro no se conformaba con el primer advenedizo que se ponía a trovar al pie de la almena y era muy común que un mozo empezara recitando versos a la luz de la luna y acabara partiéndose el pecho en un torneo. Pero, si lo meditáis, era un buen sistema para poner a prueba las buenas intenciones del pretendiente. Al menos el suegro se aseguraba de que el candidato tenía, además de honor, un buen par de pelotas para hacer la guerra. Sin contar con que el pueblo se solazaba mucho en los torneos.
Se podía haber convocado, si no un torneo, sí una especie de oposición para casar a las infantas; pero ahora es muy distinto, porque las mujeres inteligentes, ricas o aristocráticas son libres y, al sentir que tienen el porvenir asegurado, empiezan a hacer sus elecciones siguiendo el patrón masculino. En lugar de escoger, para el bien de la familia, al hombre más inteligente, honesto y trabajador, se dan el gustazo de elegir a un hombre de placer: guapo, frívolo y tonto. Puede, incluso, que en la ceguera del capricho le disputen y arrebaten la pieza a la que era la novia de toda la vida y se lo lleven al altar como quien compra un peluche, sin pensar que debajo de la mata florida está la culebra escondida, que hermosura sin talento es gallardía de jumento y que hasta el diablo era bonito cuando entró en quintas. Y así surgen los apuestos jinetes, los apuestos toreros, los funcionarios palentinos, los falsos empresarios y los urdangarines.
Todo varón que dé un braguetazo, aunque sea un braguetazo amoroso, que los hay, tendrá que luchar contra mil tentaciones o caer directamente en ellas. Los hombres soportan mal un matrimonio desigual y parece que están siempre maquinando conjuras para tener más dinero o más poder que sus mujeres. Y no faltan los que, por las buenas o por las malas, lo consiguen; por ejemplo, traspasando fondos de sus esposas a sus propios bolsillos. Sé de algunos maridos que, además de sentirse justificadísimos para robar a su señora, le han puesto luego los cuernos olímpicamente con una mujer más pobre; y se nota que en su nueva relación se sienten más cómodos.
La infanta está triste. La crisis matrimonial no avanza porque ella aún está elaborando la primera fase del duelo por sus amores, o sea, la negación e incredulidad. Y así estará hasta que su yo asimile el shock y contemple el panorama tal como es: el guaperas no era trigo limpio. Y además ni siquiera era listo, porque cuando te cae del cielo un chollo como el que tenía él, te nombran a dedo para hacer de figurín en los consejos de las empresas, te dan todo gratis y te agasajan; ¿para qué te metes, pues, en jardines? Con sonreír y dejarse querer tenía todo hecho.
Creo que, para castigar a un bello infante consorte, lo más apropiado es meterme en el papel de bruja malvada y condenarlo a que se coma el marrón correspondiente y a que devuelva, en primer lugar, todo lo que ha chorizado. Luego deberá pasar el resto de su vida dando el callo en un trabajo para el que esté verdaderamente cualificado. Por ejemplo, entrenador de balonmano en un instituto conflictivo. Es un trabajo duro y no te saca de pobre, pero tiene la ventaja de que se toca mucho el pito.